PARA SOPEROS LOS PERUANOS
Con pandemia o sin ella, con frío y sus rigores, la sopa en el Perú es el potaje tutelar, la summa del soperío ancestral, la piedra angular de nuestra identidad gastronómica. Antes de la peste ya se habían consolidado diversos emporios soperos en todo el país, complejos exclusivos de este gran capítulo de la olla nacional. De ave, de troncha, de pescados o mariscos, ese consomé hirviente nos recupera y reconforta. Y entre lo crudo y lo cocido, entre el Caldo de gallina y el Menestrón, vamos recuperando la costumbre familiar de las sopas y chupes del gran capítulo transregional de nuestras banderas culinarias. En esta primera entrega. Sopas de invierno.
1.- Los peruanos somos soperos las cinco estaciones del año. Ello, en contra de lo que creen los pensadores que el potaje solo es para combatir más que el frío, la humedad que asola Lima en el llamado invierno. Y se elabora sopas en tosa las regiones del Perú. Y eso lo sabían los dueños de La Lucha, la sanguchería del Parque Kennedy de Miraflores que hace un tiempo acertaron con el restaurante Siete Sopas, templo soperío capitalino en una esquina de la Av. Arequipa del trajinado Lince donde hoy los comensales hace cola desde la mañana para dar cuenta de un Menestrón, un Sancochado o un Shambar. Y ahora prolonga su éxito a Surquillo, en la esqueina de Angamos con la Vía Expresa. Y va repleto, y hasta venden pan. ¡Vaya moda!
Así como los cocineros de Lince no conocen a Claude Levi-Strauss aunque usen jean Levis, los comensales del Mercado de Lobatón ignoran del ensayo “Lo crudo y lo cocido”, el estudio antropológico del libro “Mythologiques” escrito por el francés. Si los cebiches son crudos y las sopas cocidos, algo tiene de verdad su hipótesis. Que las tribus que no conocían la cocción de los alimentos por supuesto que no usaba el término para decir “cocina” o “cocción”. Y menos, la palabra “crudo” porque el concepto mismo no puede caracterizarse. Coser los alimentos fue una avance trascendental en la evolución de la humanidad. Los pueblos de los Andes lo sabían antes que otros. Se cuece para el hambre pero más para el frío. He ahí el origen de las sopas. Pero existe una infinita variedad de sopas en la costa y en la selva. Entonces ¿En qué quedamos?
El antro tiene dos aciertos. Son platos generoso amén de económicos y recuperan la sabiduría de la cocina familiar. Así dice un letrero junto a la cocina: “el caldo más sabroso y con las gallinas más tiernas de Lima”. Lo de Siete Sopas es una metáfora. Diario solo se preparan solo tres, dos fijos (Sopa criolla y Caldo de gallina) y una que varía todos los días como en las picanterías arequipeñas. Para los críticos Javier Masías e Ignacio Medina, la esquina tiene otro encanto más allá del sabor. Son platos solo cumplidores, en todo caso, pero que se han puesto de moda por epidemia lenguaraz. Los limeños somos noveleros, el point así es producto del “radio bemba”.
2.-La sopa en la cocina peruana es un subterfugio para digerir un teorema, el sabor arraigado. La movilidad es su estilo en una travesía de lo dulce a lo salado con focos efímeros en lo picante. El desplazamiento de lo crudo a lo cocido tiene determinadas esquinas ciudadanas que luego son esquirlas urbanas. Y comer en Lima es la negación absoluta del tiempo pero sobre todo del lugar. La cocina masiva se desplaza, sin solución de residencia. Es ilimitado así el consumo de potajes populares no solo en el restaurante sino en la carretilla, esa mesa y cocina movediza que luce ofertas novísimas en conflicto con el canon sápido de la herencia.
Por ello en la cocina capitalina masiva uno dice sopa a aquello que se sirve en plato hondo y con cuchara. Su nómina bien puede ser sopa, caldo, caldillochupe, chupín, consomé, aguadito, sudado y más. Bien se prepara al natural o es instantánea que deviene del sobre. En la capital prima una culinaria como itinerario y trayecto. Es el resultado concéntrico de las migraciones desde la mitad del siglo pasado. El proceso cultural ha convertido a la cocina capitalina en una exposición suculenta de todas las sopas y guisos del imaginario peruano. La gama es frondosa así, en la cuchara multiclasista. La sopa y los chupes –consomé andino y con expediente cárnico, casi siempre— es el fuelle de su patrimonio. El caldo es trasversal, en la finca, en la quinta, en el callejón.
En síntesis, la sopa en el Perú es valor indispensable de identidad. Y dícese de las sopas que es magma a resultas del fuego lento sobre carnes, hortalizas, legumbres, cereales, algas y frutas. Mejor en olla de barro y con leña. En Lima, para la humedad, sopa. Para la gastritis, sopa, para la locura, sopa, para la flacidez, sopa. Una variante, los aguaditos, si es de menudencias, mejor. Otra variante, los chupes, de faena, de jornal para la plusvalía gamonal. La sopa es atemporal, los caldos son hispanos. Las crónicas de indias describen la sopa como un extracto concentrado que los indios ingieren tan caliente que lucen los labios ampollados. Cierto, todas las sopas producen placer contranatura. Gustan pero duelen, calientan pero embriagan, robustecen pero son adictivas.