Quién creyera que un algodón iba a cambiar mi vida. Mi rostro, diría mejor. Mi sonrisa, más exactamente. Secaría mis lágrimas y ahuyentaría las penas de mi corazón. Pero no un algodón cualquiera. Habría de ser el algodón que mis ojos de niño veían nacer a la entrada del circo de los hermanos Gasca, que alguien dijo que había llegado a Puquio desde el mero México, para quedarse todo el mes de mayo, en la feria mayor por el Señor de la Ascensión, a quien los hombres del campo llamaban Papacha Achico, no sé por qué. Ver nacer y florecer ese algodón tenía su encanto. Me fascinaba el olor a azúcar quemada y la forma cómo el muchacho le iba dando forma y color a lo que sería el dulce más deseado en mis años de estudiante. El muchacho tenía una especie de cilindro con un pedal casi tocando el piso. A medida que pisaba el pedal el cono, colocado al centro del cilindro, giraba a velocidad, llenando de algodón el espacio vacío de donde lo sacaba con un palito que entregaba a los niños que habían pagado por él, en perfecto orden. Yo me quedaba, extasiado, mirando cómo el algodón pasaba de mano en mano, mientras salivaba mi soledad. El ritual terminaba al empezar la función del circo de los hermanos Gasca, que yo imaginaba, desde la puerta del billar del señor Espinoza, alucinante, lleno de luces, payasos y hasta un león viejo amaestrado para dar miedo, sin dar miedo y hacernos reír. Yo me quedaba en la puerta del billar, jugando a la pelota con otros niños, como yo, que no habían podido ingresar al circo que se levantaba, imponente, en la canchita donde jugábamos fulbito, por las noches, cuando no había feria y no llegaba el circo de los hermanos Gasca. Cuando la pelota rodaba hacia el circo y yo iba tras ella, me topaba con el muchacho que fabricaba el algodón y mientras yo contemplaba cómo salía en los palitos, el chato García me daba el alcance para quitarme la pelota y seguir jugando.
--El viejo quiere zamparse al circo —gritó Andico
--Lo chaparán. No sirve para eso —oí que decía el Chingo, quien era el mayor de nuestra collera.
Al llegar la noche, el circo prendía sus luces, que eran potentes y de colores, iluminando dos cuadras a la redonda, que contrastaban con las luces mortecinas de la ciudad. El circo tiene su propio motor. Está adentro, en una casa de madera, ¿no escuchan?, decía el chato García, quien todo lo sabía. Para mí, el algodón cobraba vida si había circo y como yo no podía tener circo ni algodón, prefería la pelota a la que le dábamos duro en la puerta del billar del señor Espinoza. Así pasaba el año y venía el otro, sin alteraciones. Hasta que me llegó la oportunidad. Una tarde que me encontraba a la entrada del circo, mirando pasar la vida, escuché una voz ronca, tratando de ser amigable.
--¿Te gusta el circo? —me preguntó. Era el sargento Garay, que se acercaba ensayando una leve sonrisa. Él era como Dios, yo lo veía en todas partes. Era alto y tenía el vientre prominente. Una persona amable. Eso era.
--Sí --le respondí
--¿Te gustaría entrar? –dijo
No esperó mi respuesta. Vi que se dirigió a la boletería, luego retornó y me dijo: ahí tienes, puedes ingresar. Cogí el boleto y le agradecí casi a la carrera. Nuevamente, la voz ronca me detuvo y pidió que regrese.
--¿Quieres un algodón? –preguntó, al mismo tiempo que me alcanzaba uno de color rosado y me hacía adiós con la mano.
--Ahora sí, puedes entrar. Que te vaya bien -- sentenció. Corrí al interior y trepé hasta el quinto tablón, donde encontré a parte de mi collera del Centro Escolar de Primaria 631 La función estaba por empezar.
--Te invito a la Tarumba. Voy con mi mamá. ¿Nos acompañas? –me dijo Edwin, mi hijo. No era mala la idea. Había pasado 65 años desde cuando estuve, invitado por el sargento Garay, en el circo de los hermanos Gasca, en Puquio. Yo ya no jugaba con la pelota para matar mi soledad. Acepté de inmediato, trémulo de emoción, porque el amor, siendo humano tiene algo de divino, amar no es un delito, porque hasta Dios amó. Y si el cariño es puro y el deseo es sincero, por qué robarme quieren la fe del corazón.
--¿Te gusta el algodón? –me preguntó Edwin. Sin esperar mi respuesta, me alcanzó uno, que agradecí con alma, vida y corazón, sin evitar que la misma tristeza de niño nublara mis ojos de ver el algodón rosado en mis manos y con el que siempre había soñado.