Eduardo González Viaña
Author: Eduardo González Viaña
Periodista, escritor y docente universitario.

Eduardo Gonzales Viaña

El 11 de noviembre de 1997, me llamaron por teléfono del Perú, y lo que me dijeron significaba que el mundo se había terminado.

Hay desde ese momento un adiós en mi vida, y es el más grande. “Mamá está muy malita, parece que se le cansó la vida, y el médico piensa que ya no hay esperanzas…” –me comunicaba mi hermana María del Pilar, y agregaba que el sacerdote había llegado y se había ido.

Escribí entonces: Y por eso mi adiós es tan grande y numeroso. Adiós tendré que decir a oriente y a occidente, y adiós al norte y al sur, porque ella era mi norte y sur, y también mi oriente y occidente. Adiós le digo a mi sombra porque ella me la obsequió. Y mi adiós comprende al caballo alado que dibujó para mí, a los barcos y a los aviones de papel, a la Luna silenciosa, al Sol paternal, al mar transparente y a los cerros soñados de mi tierra, porque a todos ellos los inventó para mí, y adiós por fin a las piedras, a las gaviotas, al pan, a las nubes y al vino, porque todo vino se va con ella. Adiós al adiós, y adiós.

Aquí entre nosotros, de todas formas, creo que dos de sus invenciones van a sobrevivir en esta hora de los adioses. La primera es la palabra escrita, y voy a explicarles por qué. Cuando yo tenía cinco años de edad, una maestra, aburrida de lidiar con un niño sumamente distraído, le dijo a mi madre: “Doña Mercedes: creo que Eduardito no llegará a leer ni escribir. En todo caso, no me parece que pase de la letra “d”. Pero no se preocupe; ya ve cómo el general Odría ha llegado incluso a ser presidente del país”.

Mamá sonrió, agradeció y me sacó del jardín de la infancia, pero ese mismo día en la casa, todas las cosas tenían pegado un cartelito con su nombre, y así supe que la mesa se escribe como se escribe, que la silla tiene cuatro patas pero no camina, y que el tordo vuela, y mi mamá es hija de mi abuela, que la casa se sostiene sobre dos sílabas y la bicicleta sobre dos ruedas, que los barcos navegan en un cielo morado y que el mundo es redondo, tan redondo como la vida, y así aprendí también el color de los colores y la duración de los años, las estrellas, los toros y los peces, y hoja por hoja, aprendí a conocer el árbol de la vida.

No sé si alguna vez doña Mercedes se subió a la Luna para ponerle un cartel escrito, pero a los dos meses Eduardito sabía leer, y ya había decidido pasarse toda la vida aprendiendo a escribir. Creo que fue una conspiración en la que todos tomaron parte; mamá se convirtió en mi diccionario parlante; mi padre me obsequió una pluma fuente y un corazón sin límites, y mi abuelo materno compartió conmigo, a mis ocho años, la lectura de Dante Alighieri y de Gustave Flaubert, en sus originales italiano y francés, porque suscribía la teoría de que los niños nacen con el conocimiento de todos los idiomas, y hay que leer con ellos para evitar que se les pierdan las palabras.

El otro regalo de mi madre fue mucho más sencillo, pero más poderoso: me tomó de la mano derecha y me enseñó a persignarme y a hablar de tú a tú con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y ese obsequio me ha tornado indestructible porque me hizo saber que no termino en mí mismo.

La palabra escrita me demuestra cada día que somos inmortales y me hace conocer los nombres numerosos del amor. El signo de la cruz me ha hecho hermano de todos los hombres y partidario de todas las ideas y ocupaciones generosas que he encontrado en la vida, y así podré ser simultáneamente cristiano y socialista, realista y mago, abogado y astrónomo, periodista y profesor, y por fin autor de libros y buscador empecinado de la palabra perdida.

Por obra y gracia de estos dos regalos de mi madre, todo volverá a amanecer mañana después de este fin del mundo, y si esta noche miro fijamente hacia los cielos del sur, y cierro los ojos, podré ver el punto de la galaxia en donde vuela ahora la estrella de mi madre con todo ese brillo que vence a la oscuridad sin fin y que llega a mí desde atrás de las lágrimas.

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