Llamar las rosas como son. Y a las circunstancias que ensombrecen los días llamarlas también con el nombre preciso. Convertir los bienes, los goces, los anhelos, las dudas, reclamos e iras en claros vocablos. Y al retorno enriquecido de nuestra voz – cuando es sonora- reconocerlo como adecuado eco. Todo esto y más es obra de la siempre indispensable palabra.
Palabra que se entrega, se ofrece, se recibe. La que vence el encierro de nuestro pensamiento y nos acerca al de los otros. Dimensión humanísima del diálogo. Comunión que no uniformiza sino que, distinguiéndonos, nos hace ascender de uno a otro escalón hacia el perfeccionamiento.
Aquí la necesidad primaria de la palabra La del reencuentro y el recuento. La que es capaz de generar consensos por el peso de la argumentación; la que emociona y eleva por la trascendencia de sus resonancias. La que busca tercamente la claridad nombrando la rabia o la ternura. La que tiende puentes.
Qué distinta al silencio o el ocultamiento que instala zonas oscuras entre los seres o las colectividades, propiciando distancias. Qué distinta al ruido que intenta la distracción y el confinamiento. Qué distinta a la que siembra miedos y parálisis.
Por ello la urgencia de ejercerla y expandir a todos la posibilidad de su ejercicio cuando se hallan al acecho nefastas condiciones que amenazan segarla o pervertirla. Por ello las voces que se unen para oponerse a los designios de la cerrazón, esa barbarie.
Gentes y pueblos exploran formas de cancelar silencios u opacidades obligados, buscan con creatividad y esmero los cauces por donde fluya esta forma esencial e intrínseca de la convivencia humana: las palabras que son luz y diálogo, conscientes de que ellas son urgentes, innumerables; siempre cambiantes y si embargo antiguas; dispuestas a nombrar lo ya existente, experiencia humana acumulada, y prestas a nacer al impulso creador del pensamiento y de los nuevos hallazgos.
Verbo convertido en carne para habitar entre nosotros, la palabra, cuando es exacta y cuidada, señala rumbos seguros hacia la vida fraterna. Pone luces al pensar, ilumina la propia experiencia y da sentido a las circunstancias comunes al otorgarles significación que, al abrir el horizonte de lo pensable, configura conceptos, juicios, razonamientos, inteligibles por diversidad de receptores. Cautela la libertad de pensamiento. Vela por sociedades democráticas. Por eso, en uso de la palabra persistimos, abrimos espacios que ambicionamos plurales, diversos, los que hemos optado por la palabra como instrumento de trabajo.