Carlos Orellana
Author: Carlos Orellana
Periodista y escritor

carlos orellanaEn base a esfuerzo y tenacidad mi padre logró convertirse en uno de los más conocidos transportistas de carga pesada del Perú, un pionero que contribuyó a instalar en los sesentas, casi la mitad de las usinas de la floreciente industria pesquera, incluida la del legendario Banchero. Hizo una pequeña fortuna y se construyó, para fines de los cincuentas, un chalecito en Chacra Ríos, una urbanización de clase media, tranquila y bonita entonces, aunque no “exclusiva”; luego a mediados de la siguiente década adquirió un Ford Fairlane nuevo. No lo adquirió antes porque no dejó de capitalizarse y crecer.

Entre el chalecito de Chacra Ríos Norte y nuestro modesto departamento alquilado en Canta 217, La Victoria, a la espalda de la avenida Iquitos, había una diferencia significativa. Vivimos durante casi una década en esa ratonera de edificio multifamiliar donde era posible que un vecino tocara la puerta para solicitar el favor de que le vendiéramos o “prestáramos” medio kilo de carne porque le había llegado visita. En Chacra Ríos empezamos una vida nueva, nuestro consumo familiar, que nunca fue paupérrimo, se diversificó y enriqueció. La jamonada cedió paso al jamón inglés, el queso fundido desplazó al fresco; se hizo frecuente el pollo a lo spiedo, la marucha, la hamburguesa, el hot dog, el vino en la mesa de los domingos.

Antes de morir, en 1970, adquirió un terreno en Rinconada de La Molina y calculaba pasar del transporte y las instalaciones industriales al engorde de ganado en una propiedad que pensaba adquirir en Carabayllo. Estas referencias inmobiliarias, a los patrones de consumo y los proyectos empresariales, no son gratuitas: sugieren una trayectoria de aburguesamiento, de progreso personal paralela a la absorción disciplinada de los giros ideológicos radicales de Alfonso Ugarte. En esa línea mi padre quería para sus hijos, al igual seguramente que otros apristas -y exitosos pequeños empresarios- una educación universitaria alejada de las manifestaciones violentas, las llantas quemadas y el odio de clase. Es decir alejada de San Marcos y sus profesores comunistas y “resentidos sociales”.

Mi memoria conserva largas y acaloradas discusiones políticas con mi padre desde muy temprano; yo tenía trece años, una afición muy grande por la lectura y un naciente interés por la política. Esto me alejaba algo de mis amigos del barrio y me acercaba a los tíos y a los amigos de mi padre, que veían en mí un caso curioso; la política reemplazaba para mí al fútbol, por el que no he tenido ningún afecto desde que perdió la categoría mi equipo de la niñez: el Atlético Chalaco. Recuerdo nítidamente 1963 y el día posterior al de las elecciones de ese año. Sobre mi casa cayó una nevada de profunda tristeza cuando se confirmó el triunfo de Fernando Belaunde. Recuerdo con asombrosa claridad lo triste, y diría devastador, que fue la derrota de Haya de la Torre para los apristas. El Establishment, en cuyo centro estaba en Ejército, había permitido luego de 31 años, la candidatura de Víctor Raúl. El cielo se había desplomado.

Qué desolación por unas horas hasta que luego, recuperadas las almas, se abría la puerta del futuro. Atesoro una escena: dos viejos compañeros llegan a la casa para compartir con mi padre la derrota, una cerveza, otra cerveza para llenar el mar de una amargura extraña, sectaria. Con sangre en los ojos los visitantes proponían hacerle la vida imposible a Belaunde. Solo mi padre puso la nota discordante: “Bueno, compañeros, si ha ganado Belaunde y va a trabajar por el Perú, hay que apoyarlo”.

No era un giro oportunista, pues mi padre vivía de su trabajo y empezaba a convertirse en un próspero transportista de carga pesada que seguiría cotizando en el Partido y acompañándolo hasta el final. A pesar de lo glorioso de mucha vida aprista, hay que admitir que el fanatismo enturbió sus ideales. Siempre me he sentido orgulloso de que mi padre pudiera sobreponerse al natural y explicable fanatismo de una organización política perseguida y maltratada como era el APRA. El periodo 1963-1968 no fue precisamente una época en la que el APRA demostró que el Perú existía y estaba por encima de las banderías políticas, por más respetables y antiguas que fueran. Hubo mucha mezquindad y cálculo por parte de la Alianza AP-DC y la Coalición APRA-UNO. No existía otro horizonte que 1969, año de elecciones.

A algunos puede causarles asombro mi fidelidad al recuerdo de mi padre, muerto hace casi cuatro décadas. Pero un paradigma moral que nos acompaña como un tatuaje es difícil de ignorar. Tuve la inmensa fortuna de tener un padre que me dio algunos extraordinarios ejemplos de vida. Era un hombre absolutamente desprendido, que hizo una pequeña fortuna durante cuarenta años de trabajo infatigable y honrado con el propósito previsible de asegurar el futuro de su descendencia, pero jamás dejó de ayudar materialmente a quien lo necesitara con una prodigalidad que algunos juzgarían cosa de manirroto. Era generoso, muy generoso.

Cuando murió su padre, mi abuelo Germán, a él le cupo ser el albacea. La herencia en algunas tierras sin mucho valor y algunos soles, debía repartirse entre 5 y no 6 hijos, pues uno de los hijos fue desheredado por su mal comportamiento. Entonces mi padre (que no era el primogénito, sino el segundo hijo) le planteó a su hermano mayor renunciar cada uno a la mitad de lo que iban a recibir para entregarle al desheredado esa suma y guardar el secreto de la decisión del padre, para que el hijo no guardará rencor hacia él. Su hermano respondió que no podía colaborar pues tenía familia y compromisos. Mi padre le dio lo suyo a su hermano y guardó el secreto por décadas hasta que me lo contó a mí.

Murió el 17 de octubre de 1979, tres meses después que Haya de la Torre y con un cáncer que ignoraba tener. Cuando a las semanas de morir el ‘Compañero Jefe’ se sintió mal se fue a hacer un chequeo y una radiografía mostró un tumor en el estómago. Fuimos los hijos los que insistimos en que se operara en Estados Unidos y lo convencimos de que viaja a Houston. Entonces había dinero, pero él no quería gastar una fortuna. Siempre estaba pensando en todos, menos en él.

Fui un joven rebelde y que le dio disgustos tremendos, pero jamás recibí de él los castigos ejemplares que merecía. Soñaba con que yo manejara el negocio alguna vez, luego que terminaran mis veleidades. Por eso quiso que estudiara Ingeniería, luego Economía, pero mi vocación era la Literatura. Y cuando él se dio cuenta solo dijo “Qué le vamos a hacer, eres poeta”. No lo dijo con pesar, sino con una risueña resignación porque era hombre que también amaba la literatura.

Hoy cuando el Perú entra en la sombra, la memoria de mi padre se torna más luminosa. Y en algo, muy poco, me parezco a él, pues no logró comprender tanta angurria por el poder, tan poca capacidad de desprendimiento, ese culto inmoderado por el papel moneda, la facilidad con que se odia y la ausencia clamorosa del amor y la compasión. Y lo peor de todo es que vivimos diciendo y creyendo que actuamos de modo distinto. La farsa y el cinismo envuelven como una densa neblina todos nuestros días.

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