La justicia es un conjunto de valores esenciales sobre los cuales debe sustentarse una sociedad y el Estado; entre los que se hallan la igualdad, el respeto y la libertad; los que requieren alimentarse y retroalimentarse permanentemente para que aquélla esté vigente.
Cuando fue proclamada la Independencia en 1821, el mensaje del General San Martín refería a la “justicia de su causa”; asociada al sentido de Patria y de libertad; aunque desde el inicio de la etapa republicana la desigualdad imperante limitaba la existencia de la justicia plena, sobre todo para la población de origen andino y amazónico.
Pierre Proudhon manifestó, poco después del proceso revolucionario en Francia (1848), que “La justicia es el respeto, espontáneamente manifestado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se halle, cualquiera que sea el riesgo que su defensa signifique para nosotros”; o sea, justicia y dignidad deben caminar de la mano.
En 1985 el Papa Juan Pablo II nos visitó y en uno de sus mensajes manifestó que hay “hambre y sed de justicia”; situación que se mantiene en lo fundamental, pues el crecimiento económico continuo durante tres lustros no ha estado acompañado de la tan necesaria redistribución social. Cabe tener presente que siendo el África el continente más pobre del mundo, América Latina es la región más desigual; y a su interior el Perú es uno de los cinco países más desiguales, además de la mantención del racismo y el centralismo.
Para el habitante común y corriente de nuestro país, el Poder Judicial está muy lejos de hacer honor a su nombre y se le identifica con abuso y corrupción; de ahí que, cuando alguien pasa frente al denominado Palacio de Justicia, se refiere a este como el “palacio de la injusticia” o “poder perjudicial”.
El poder del cargo, la billetera, el apellido y el color de la piel pesan bastante en nuestra historia republicana y ejemplos sobran, algunos de los cuales fueron narrados en novelas de autores representativos como Arguedas y Ciro Alegría.
Recientemente, a partir de la difusión de los audios de los “hermanitos” vinculados a la investigación por lavado de activos y sicariato de la banda “Cuellos blancos del puerto”, empieza a cambiar la situación de oprobio; y a la luz de las acciones de fiscales y jueces probos frente a las denuncias contra quienes ejercieron cargos públicos (presidentes, ministros, etc.) por fin la justicia empieza a medir a todos con la misma vara. Ya no hay intocables y por ello no podemos matar la lucha anticorrupción. Hacerlo sería un suicidio nacional con sabor a deshonor que impediría la construcción de un Perú digno, justo y libre.