En una antigua novela de Franz Kafka, cuyo título es El Proceso, un ciudadano se ve envuelto en un laberinto judicial sin saber de qué se le acusa. Desde entonces, se suele decir que una situación es kafkiana en alusión a una situación absurda con ribetes de pesadilla.
Alguna vez escuché que si Kafka nacía en Perú, se habría convertido en un escritor costumbrista porque entre nosotros las situaciones kafkianas suelen darse con frecuencia, especialmente en los ámbitos judiciales. Y esta semana, el fiscal Germán Juárez Atoche y su adjunto Hamilton Montoro, incurrieron en una penosa escenificación kafkiana que le hace mucho daño al Equipo Especial Lava Jato, al Ministerio Público en general y a la endeble seguridad jurídica del país.
Un individuo llamado Horacio Cánepa Torre -cuya condición delictiva de sobornado por la empresa Odebrecht está acreditada- se convirtió en el oráculo de los mencionados fiscales quienes decidieron traerse abajo las reglas de la colaboración eficaz, la presunción de inocencia y la obligatoria presentación de pruebas cuando se acusa. En base a la sola palabra de Cánepa, Juárez Atoche y Hamilton Montoro decidieron pedir la prisión preventiva de dos abogados, Fernando Cantuarias y Franz Kundmüller, por haber participado en un arbitraje sobre Odebrecht.
Conozco a Cantuarias y Kundmüller desde la universidad. Estas líneas no las escribo en defensa de ellos. Las escribiría igual por cualquier otra persona. ¿Por qué? Porque soy abogado y percibo que empieza a ocurrir algo muy peligroso: el mal uso del poder que se les ha conferido a los fiscales.
Cuando los miembros del Equipo Especial Lava Jato lograron someter al rigor judicial y obtuvieron el ingreso a prisión, o el arresto domiciliario, de personajes implicados en actos delictivos que dañaron al país: Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Keiko Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski y los miembros del Club de la Construcción, la inmensa mayoría respaldamos y aplaudimos el trabajo de los fiscales. El efecto fue que terminaron adquiriendo una condición privilegiada que los convirtió en cuasi intocables y ajenos a la crítica.
Como ocurre cada vez que en nuestro país se le concede a alguien un pedestal, los fiscales cayeron en los deslices que el poder genera: filtración direccionada de información reservada —el IDL es una suerte de agencia de prensa de la fiscalía—; difusión de información incluso mientras se desarrollan los interrogatorios en el Brasil; sobreexposición mediática para cuestionar a quienes discrepan con ellos y evitar preguntas sobre decisiones que toman.
Este ejercicio de empoderamiento ajeno a sus obligaciones legales, ha terminado por conducir a dos situaciones jurídicamente muy graves: a) Conceden el estatus de colaboradores eficaces a quienes no cumplen con tales requisitos (dos ejemplos: los miembros del Club de la Construcción y el árbitro de Odebrecht, Horacio Cánepa); b) La creación de la perversa teoría de que los fiscales se limitan a presentar evidencias y será el juez el que determine si hay o no delito. Con esta lógica realizan acusaciones sin cumplir con la obligación de presentar casos debidamente sustentados.
Como los fiscales tienen cobertura mediática y la mayoría de periodistas les dan la razón sin tomarse el afán de leer, contrastar y evaluar los documentos que presenta la fiscalía, se llega a situaciones como la de esta semana en que pusieron en escena un libreto de Kafka: pidieron la prisión preventiva de un maestro universitario y experto internacional en arbitraje, Fernando Cantuarias Salaverry.
Me he tomado el afán de leer la acusación de la fiscalía, las declaraciones del acusador Horacio Cánepa y he seguido, vía Justicia TV, la larguísima audiencia sobre la materia, y lo que uno encuentra es realmente kafkiano: el autor de actos delictivos probados, Horacio Cánepa, acusa sin aportar ninguna prueba y, por su solo dicho, el fiscal Germán Juárez Atoche le concede el estatus de colaborador eficaz y procede a señalar públicamente, vía la prensa, a Cantuarias y Kundmüller como autores de varios delitos solicitando a un juez la prisión preventiva para ellos. Luego, el fiscal Hamilton Montoro expone ante el juez Chávez Tamariz, un discurso efectista, contradictorio, con interpretaciones tendenciosas y utilizando información equivocada.
Este es un caso para prestar atención por el peligro que encierra a futuro el terreno al que están ingresando los fiscales. Dejemos de lado a Cantuarias y Kundumüller y pongamos en su lugar nuestros nombres y reparemos en los hechos que tendríamos que padecer si estos fiscales nos acusan: allanamiento de nuestros hogares, embargos de nuestros bienes, ser calificados como delincuentes en diarios y programas de radio y televisión, dejar nuestras actividades para defendernos del peligro inminente de ir a prisión y ver dañada la imagen personal y el prestigio profesional ganado a lo largo de años. Y toda esa pesadilla bajo un guión alucinante: los fiscales le dan libertad a un sujeto que ha delinquido para usarlo como acusador.
¿Qué ocurre cuando los fiscales se alejan de la ley y se convierten en seres kafkianos? Se quiebran las garantías de legalidad, se fijan precedentes que hacen inseguras las libertades de nosotros los ciudadanos y, en el contexto actual del país, los propios fiscales pierden legitimidad en un asunto que el país respalda y les ha encargado: la correcta lucha contra la corrupción.
Finalmente, existe un ámbito moral: quien acusa a un inocente deshonra su función.
En una antigua novela de Franz Kafka, cuyo título es El Proceso, un ciudadano se ve envuelto en un laberinto judicial sin saber de qué se le acusa. Desde entonces, se suele decir que una situación es kafkiana en alusión a una situación absurda con ribetes de pesadilla.
Alguna vez escuché que si Kafka nacía en Perú, se habría convertido en un escritor costumbrista porque entre nosotros las situaciones kafkianas suelen darse con frecuencia, especialmente en los ámbitos judiciales. Y esta semana, el fiscal Germán Juárez Atoche y su adjunto Hamilton Montoro, incurrieron en una penosa escenificación kafkiana que le hace mucho daño al Equipo Especial Lava Jato, al Ministerio Público en general y a la endeble seguridad jurídica del país.
Un individuo llamado Horacio Cánepa Torre -cuya condición delictiva de sobornado por la empresa Odebrecht está acreditada- se convirtió en el oráculo de los mencionados fiscales quienes decidieron traerse abajo las reglas de la colaboración eficaz, la presunción de inocencia y la obligatoria presentación de pruebas cuando se acusa. En base a la sola palabra de Cánepa, Juárez Atoche y Hamilton Montoro decidieron pedir la prisión preventiva de dos abogados, Fernando Cantuarias y Franz Kundmüller, por haber participado en un arbitraje sobre Odebrecht.
Conozco a Cantuarias y Kundmüller desde la universidad. Estas líneas no las escribo en defensa de ellos. Las escribiría igual por cualquier otra persona. ¿Por qué? Porque soy abogado y percibo que empieza a ocurrir algo muy peligroso: el mal uso del poder que se les ha conferido a los fiscales.
Cuando los miembros del Equipo Especial Lava Jato lograron someter al rigor judicial y obtuvieron el ingreso a prisión, o el arresto domiciliario, de personajes implicados en actos delictivos que dañaron al país: Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Keiko Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski y los miembros del Club de la Construcción, la inmensa mayoría respaldamos y aplaudimos el trabajo de los fiscales. El efecto fue que terminaron adquiriendo una condición privilegiada que los convirtió en cuasi intocables y ajenos a la crítica.
Como ocurre cada vez que en nuestro país se le concede a alguien un pedestal, los fiscales cayeron en los deslices que el poder genera: filtración direccionada de información reservada —el IDL es una suerte de agencia de prensa de la fiscalía—; difusión de información incluso mientras se desarrollan los interrogatorios en el Brasil; sobreexposición mediática para cuestionar a quienes discrepan con ellos y evitar preguntas sobre decisiones que toman.
Este ejercicio de empoderamiento ajeno a sus obligaciones legales, ha terminado por conducir a dos situaciones jurídicamente muy graves: a) Conceden el estatus de colaboradores eficaces a quienes no cumplen con tales requisitos (dos ejemplos: los miembros del Club de la Construcción y el árbitro de Odebrecht, Horacio Cánepa); b) La creación de la perversa teoría de que los fiscales se limitan a presentar evidencias y será el juez el que determine si hay o no delito. Con esta lógica realizan acusaciones sin cumplir con la obligación de presentar casos debidamente sustentados.
Como los fiscales tienen cobertura mediática y la mayoría de periodistas les dan la razón sin tomarse el afán de leer, contrastar y evaluar los documentos que presenta la fiscalía, se llega a situaciones como la de esta semana en que pusieron en escena un libreto de Kafka: pidieron la prisión preventiva de un maestro universitario y experto internacional en arbitraje, Fernando Cantuarias Salaverry.
Me he tomado el afán de leer la acusación de la fiscalía, las declaraciones del acusador Horacio Cánepa y he seguido, vía Justicia TV, la larguísima audiencia sobre la materia, y lo que uno encuentra es realmente kafkiano: el autor de actos delictivos probados, Horacio Cánepa, acusa sin aportar ninguna prueba y, por su solo dicho, el fiscal Germán Juárez Atoche le concede el estatus de colaborador eficaz y procede a señalar públicamente, vía la prensa, a Cantuarias y Kundmüller como autores de varios delitos solicitando a un juez la prisión preventiva para ellos. Luego, el fiscal Hamilton Montoro expone ante el juez Chávez Tamariz, un discurso efectista, contradictorio, con interpretaciones tendenciosas y utilizando información equivocada.
Este es un caso para prestar atención por el peligro que encierra a futuro el terreno al que están ingresando los fiscales. Dejemos de lado a Cantuarias y Kundumüller y pongamos en su lugar nuestros nombres y reparemos en los hechos que tendríamos que padecer si estos fiscales nos acusan: allanamiento de nuestros hogares, embargos de nuestros bienes, ser calificados como delincuentes en diarios y programas de radio y televisión, dejar nuestras actividades para defendernos del peligro inminente de ir a prisión y ver dañada la imagen personal y el prestigio profesional ganado a lo largo de años. Y toda esa pesadilla bajo un guión alucinante: los fiscales le dan libertad a un sujeto que ha delinquido para usarlo como acusador.
¿Qué ocurre cuando los fiscales se alejan de la ley y se convierten en seres kafkianos? Se quiebran las garantías de legalidad, se fijan precedentes que hacen inseguras las libertades de nosotros los ciudadanos y, en el contexto actual del país, los propios fiscales pierden legitimidad en un asunto que el país respalda y les ha encargado: la correcta lucha contra la corrupción.
Finalmente, existe un ámbito moral: quien acusa a un inocente deshonra su función.