¿Qué nos diferencia del Chile que hoy protesta largamente en las calles de Santiago y que no duda en usar la violencia con alto costo económico y humano?
La respuesta es la informalidad que en el Perú inunda todo y allá es relativamente pequeña, ya que la gran mayoría de ciudadanos son trabajadores en planilla con deberes y derechos.
En el Perú, los trabajadores informales no tienen derechos; además, si sus remuneraciones son cortas, suman al trabajo principal un segundo y hasta un tercer empleo, también informal.
El correlato político se refleja en seres humanos extenuados y desencantados de los Gobiernos, de los políticos y de la democracia. No se sienten insertados en el Estado de Derecho, porque para ellos solo existen deberes cuyo cumplimiento muchas veces los desborda. Por ello, no los entusiasman las elecciones y no les importan los gobernantes, ya que siempre tendrán que trabajar duramente para vivir.
Este razonamiento primario los impulsa a no esperar nada del Estado, ni siquiera los servicios básicos, que constitucionalmente les debe, como la salud y la educación. Hospitales públicos desabastecidos son un apoyo a la informalidad política y económica. La ceguera de los Gobiernos y de los burócratas estimula la esquizofrenia de vivir en dos mundos diferenciados, con discursos que el ciudadano informal recibe con displicencia o, peor, con indiferencia.
Chile está en la antesala de la OCDE y el Perú tiene la misma pretensión, pero sus pasivos sociales y económicos le pasan la factura. Hay demasiada desigualdad y necesidades embalsadas, y los conflictos sociales siguen estando a la puerta.
Bien ha hecho Martín Vizcarra en privilegiar la salud, aunque le toca al Gobierno pasar de la palabra a la acción. Los presupuestos del Minsa sin ejecución son un agravio a las necesidades de los más pobres.
Es indispensable exhibir eficiencia para que la formalidad del Estado tenga sentido para todos.