"Pero sí me ocurrió un hecho en la adolescencia que merece ser reseñado y que durante un buen tiempo fue parte de mi arsenal de recuerdos explosivos. Recién había cumplido quince años, era febrero y mi padre decidió que pasara las vacaciones con una hermana de mi madre en Ica, al sur de Lima. Mi tía estudiaba en la universidad local y había alquilado una casa cerca de ésta. En la casa vivían además de la estudiante, su hermano y una joven de unos dieciocho años que cumplía con las labores domésticas. Aunque no me consta, sospecho que mi tío, soltero, vago y desempleado, un parásito en la familia, había realizado algunas expansiones para seducir a la muchacha. Esta era una chola dura, de la campiña iqueña, aunque no descarada, bastante extrovertida y desenvuelta.
Yo, con mis quince años, tenía en la cabeza un buen número de proyectos personales, la mayoría de ellos relativos a la iniciación sexual. Por aquel entonces existían en Ica, que era una ciudad encantadora por su tranquilidad, su buen aire y la amabilidad y campechanía de sus gentes, tres cines: el Ica, el Dux y el Rex. Curiosamente no existía censura en los cines, de modo que un buen día me colé al Rex a ver una película mexicana para mayores de veintiuno, en la que en una escena se presentaba un desnudo en silueta, es decir, los contornos de un joven cuerpo femenino, tras la tela de una tienda de campaña. Aquello me excitó como loco y fui el último en salir del cine porque no lograba tranquilizar al poderoso animal que llevaba entre las piernas. “¿Y tú no vas a salir?”, me dijo el hombre de la limpieza, apurado por empezar su tarea para dejar la sala lista para la próxima función. Pero el miembro no cedía, empecinado en mostrar su apostura. Finalmente, con las mejillas encendidas, y las entrepiernas acaloradas me incorporé de la butaca. Escuché a mis espaldas al tipo del cine que murmuraba, agresivamente “estos pajeros”.
Vi muchos filmes para mayores en los otros dos cines esa temporada, especialmente aquellos de Armando Bo e Isabel Sarli, cosa de locos. Regresaba a casa trastornado. Empecé a molestar a la muchacha, que era mayor que yo y que no era ninguna mosca muerta. Probablemente ya tenía experiencia sexual y yo imaginaba que en una chacra iqueña, entre los matorrales había pecado y perdido la inocencia. Se lo preguntaba abiertamente y ella, que no se enojaba por esta suerte de interrogatorio, sino que se reía, me decía “quédate con la curiosidad”. No pasé nunca al juego de manos porque ella siempre, ante la inminencia de un toqueteo, me amenazaba con contárselo a mi tía, argumento que para mí era suficiente disuasivo. Estuve sin embargo cerca de poner mis manos en ese trasero prominente y consistente en el que solían detenerse las miradas de los compañeros de mi tía que venían a la casa a repasar lecciones."
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"Cuando mi tía terminó sus estudios trajo a su empleada a Lima, a la casa de mis padres, en Chacra Ríos. Yo para entonces me había iniciado sexualmente con una prostituta. Ella se había puesto muy seriecita bajo la atenta mirada de mi madre. Pero eso no quería decir que su temperamento caliente se aplacara. Por entonces funcionaba la empresa de transporte pesado de mi padre en los bajos de la casa. Allí estaban instaladas las oficinas y un baño completo para empleados. Esta bandida se daba maña para usarlo porque sabía que la acosaba el cobrador de la empresa. A este lo descubrí un día subido en un banco y atisbando por encima de la pared del baño, pared que no llegaba al techo. Se oían voces que salían del interior del baño. No eran gritos de auxilio, sino falsas protestas.
Luego el cobrador, al que mi padre le había comprado una motoneta Lambretta para sus menesteres, esperaba en una esquina a dos cuadras de la casa, los fines de semana, a nuestra empleada y se la llevaba en la moto. Lo que ocurriría después era fácil de adivinar. En un año la iqueña había echado cuerpo, más del que ostentaba, y tenía inquieto al personal y sumamente satisfecho al cobrador. Como esto escandalizara a mi madre, ésta optó, a pesar de llantos y promesas de enmienda de la iqueña, por despedirla. Mi madre argumentaba que era una buena chica, que cocinaba muy bien, que era hacendosa, pero ‘muy movida’. En realidad siempre pensé, además, que en el fondo mi madre consideraba que constituía un peligro para mí.
Cinco años después la iqueña llegó de visita a la casa, traía tejas de regalo y mi madre la recibió con mucho cariño. Ya era una joven señora, con hijito y todo. Se había casado con un hombre veinte años mayor que ella. Yo estaba ya en la universidad y apenas la saludé y no presté mayor atención a lo que conversaba con mi madre, quien se prodigaba en consejos. Después mi madre me llamó y me pidió que la acercara en mi auto al paradero más cercano para que tomara su transporte. Ella se acomodó en el auto, me echó una mirada que quería decir “cómo has crecido, ya hasta manejas un auto y estás en la universidad como tu tía”.
Llevaba minifalda y me parece que se había sentado sin preocuparse por acomodarse la falda, extendiéndola hacia abajo, de modo que se le veían un par de encantadores muslos, ya trabajados por el matrimonio. Acaso fuera una casualidad -hasta hoy me lo pregunto- pero tenía un botón fuera de lugar y se veía algo de sus pechos, ahora más turgentes y provocativos que antes. Tengo también la duda de si ella se dio cuenta que la rápida inspección que hice a partes de su cuerpo me produjo una erección incomodísima porque apenas me dejaba manejar. Sospecho que ella se dio cuenta porque por algunos segundos, y solapadamente, me miré las entrepiernas.
En verdad más que sospechar estoy casi seguro que ella vio el bulto; las mujeres se dan cuenta que hay una protuberancia, salvo las muy gansas y ésta distaba de serlo. Por lo demás repitió lo que yo había escuchado de la conversación de ella con mi madre: que su marido era mucho mayor. Por unos segundos se me ocurrió preguntarle si estaba apurada porque quería ir un ratito a San Marcos y luego de allí iríamos a tomar unas gaseosas y luego varias puertas se abrirían. Yo la sentía dispuesta a darme entrada. Pero algo me retuvo. Quizá el iniciar una relación indeseada y que me causaría futuras molestias, o darle de su misma medicina. Yo creo que fue esto último. No me desvié del camino y la dejé en su paradero. “Saludos a tu esposo”, le dije. Ella sonrió y se acomodó la blusa, la minifalda; se 'aseñoró'.