Es clarísimo que el debate sobre la cuestión de confianza generó más ruido que nueces. Que el statu quo sobreviviente hiere igual a quienes abrigaban la expectativa del cierre del Congreso como a quienes defendían el choque frontal contra el Ejecutivo. Los primeros repudian ahora al Gobierno y los segundos a los bravucones que padecieron un súbito rayo de ponderación. Hay más derrotas que triunfos en esta tragicomedia política.
El presidente Martín Vizcarra ya no encuentra manera de ocultar el fustán de su populismo y ganas exageradas de agradar a las galerías antes de comportarse en el nivel de un estadista. Desinflada la burbuja del pechaje al Parlamento y el goce consecuente de los aplausos a la posibilidad de expectorar a los de la plaza Bolívar, asimiló el pánico de otro bajón en las encuestas jugándose una carta demagógica impresionante: la de concurrir al acto de expulsión del país de extranjeros venezolanos con antecedentes penales, pretendiendo graficar que el problema neurálgico de la inseguridad ciudadana tiene en la presencia de los hijos de la patria de Bolívar un grado superlativo de explicación.
Sin embargo, el Congreso no tiene mejores aprontes en toda la crisis que hubo y que pudo ser peor. Las nuevas deserciones en Fuerza Popular, los reacomodos para la conformación de nuevas bancadas con miras a la elección de la nueva mesa directiva, el rigor mortis político de su presidente, Daniel Salaverry, nuevas pesquisas fiscales que rozan a algunos de sus integrantes y un largo etcétera, dibujan el cuadro paupérrimo de un órgano público que paradójicamente tiene en sus manos las clavijas de la reforma política.
Pese a todo, esta reforma abre una rendija a varios partidos representados en el Legislativo y esa es la de mirarse al ombligo para pugnar oxígeno de subsistencia. Más allá de los cambios a la Constitución y a las normas legales, está el desafío de preservar o dejar morir a sus organizaciones políticas ahogándolas en una pugna interminable con el Ejecutivo.
El tema es serio. Fuerza Popular, el Apra, Acción Popular o Alianza para el Progreso, por ejemplo, tienen este reto a la enésima potencia. No así los de la izquierda (que terminarán como siempre en un sancochado electoral) ni el resto de partidos, improvisados o vientres de alquiler. El deber de ellos ahora es reagrupar cuadros, avivar la militancia, organizarse y movilizarse. Que la aprobación de la reforma los encuentre preparados para que el vendaval del desprecio ciudadano no los hunda frente al surgimiento de lo nuevo (y quizás malo) por conocer.
Es la hora de una pausa decisiva para esas organizaciones. Girar el reloj. De otra forma, que sigan en lo mismo para ver el desfile de sus ataúdes.