Pese al linchamiento que ha recibido ("¡uy, sí, qué fácil empatizar con la mujer que atropelló a tres jóvenes sólo porque es de tu mismo nivel social!"), yo sí me siento identificada con la columna de Patricia del Río.
Cada vez que salgo a manejar, ruego para que no me ocurra un accidente que ponga en peligro la vida de terceros.
No manejamos en Alemania ni en Holanda. El tráfico en el Perú es un caos y no todo depende de tu pericia, de tu manejo del reglamento ni de tu buena voluntad. Hay mucho de buena suerte en volver a casa sin percances. A veces, de milagro.
Pero más empatizo con los muchachos que no volvieron más a sus hogares y con sus padres. No sólo porque a menudo también soy una peatona más en nuestras calles y tengo que torear señores y señoras a bordo de camionetones que piensan que su prepotencia está por encima del reglamento, sino porque la desgracia más inimaginable es la de perder un hijo.
Esos padres nunca podrán ser reparados de su pérdida. Allí no hay comparación posible. La desgracia mayor es la suya. Si tuviera que elegir a quién consolar, sería a ellos. Un millón de veces.