Maritza Espinoza Huerta
Author: Maritza Espinoza Huerta
Periodista

Imagen de WhatsApp 2024 02 19 a las 05.18.12 230a9839Hace muchos años, un amigo de izquierdas que vino de Francia a pasar una temporada en Lima, me contaba que había estado participando en la campaña municipal de ese año (ya ni recuerdo cuál era), ayudando a un compañero suyo que postulaba a la alcaldía de San Isidro. El entusiasmo del pequeño comité de campaña era enorme. Tenía que serlo, porque San Isidro es un distrito donde nunca ha ganado un izquierdista.

Su plan de gobierno era —como no podía ser de otro modo en un grupo de jóvenes idealistas— un llamado a la vida en común como una forma unir a los sanisidrinos, ofreciéndoles nuevos y mejores espacios públicos e instándolos a acudir a ellos para compartir vivencias y experiencias.

De acuerdo a la tradición electoral, el candidato debía reunirse con sus potenciales votantes para recoger sus necesidades y demandas. En este punto, me contaba mi amigo, sus ilusiones se estrellaban con la realidad y todo se volvía un espectáculo desopilante: invariablemente, sin distinción de edad o género, los vecinos sanisidrinos comenzaban a pedir medidas para restringir el acceso de extraños a SU distrito.

Entre las cosas raras que pedían (raras para mi amigo, que hacía 30 años que vivía en Francia) estaba empadronar a las empleadas domésticas, prohibirles que recibieran visitas en las casas donde trabajaban, obligar a que los vecinos, a través de los dirigentes de cada edificio, “supervisaran” a quiénes se alquilaba un inmueble. La idea central, nunca dicha, pero siempre sugerida, era mantener el Pantone racial del distrito en su tono perfecto y evitar, ejem, contaminaciones. Algunos vecinos llegaban a “advertir” disimuladamente al candidato que habían ido a la “competencia” y que esta se mostraba totalmente de acuerdo con eso de convertir a San Isidro en el glorioso gueto blanco que siempre debió ser.

El candidato —repito: joven e idealista— trataba de explicarles las ventajas de la inclusión y del uso de espacios comunes —que traerían incluso ganancias económicas al distrito—, pero naca la piriñaca, las tías regias volvían al tema eterno: San Isidro para los sanisidrinos. O usted cumple con esa principalísima labor que le encargamos o votamos por cualquiera de los otros… ¡y sanseacabó!

Huelga decir que el candidato progre perdió las elecciones estrepitosamente, a pesar de —siempre en boca de mi amigo— haber aceptado un par de esas impresentables propuestas tragándose el sapo en aras de un futuro en la política que, ¡sñig!, nunca se dio.

Esta historia me viene a la memoria intermitentemente, cada vez que sale en las redes sociales que un alcalde de alguno de los distritos de la Lima “tradicional” persigue a peligrosas practicantes de tai chi o manda a su ejército de fiscalizadores a detener siniestros malabaristas o golpear a sospechosa gente de rasgos mestizos que comete la osadía de sentarse en una banca de la zona por más de 30 segundos.

Esta idea está también detrás de la obsesión que tienen de restringir en lo posible las áreas verdes (casi siempre llenándolas de cemento) y todos los espacios públicos que puedan atraer a gente de otras zonas. A esta empresa se ha sumado, hace unos días, hasta la clasemediera Magdalena, cuyo alcalde Francis Allison está destruyendo el tradicional parque Juan Gonzales Prada, dizque para construir una cancha de gras sintético.

La lógica de esta gente —votantes y alcaldes a la medida— tiene que ver con lo que en el mundo se ha estudiado, y denunciado, como la arquitectura hostil, una tendencia del diseño urbanístico cuya principal característica es alterar el espacio público para que sea muy difícil de utilizar. La intención jamás declarada y siempre escondida en pretextos y eufemismos, es que las personas pobres no encuentren allí posibilidad de descanso o disfrute prolongado.

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