Carlos Orellana
Author: Carlos Orellana
Periodista y escritor

LOS PARQUESNo sé mucho de parques, o mejor dicho sé tanto como cualquier cristiano que no es ni arquitecto, ni urbanista, ni ecologista. Todo lo cual no me impide entender que los parques sean necesarios para los humanos que viven en urbes como el emigrar para ciertas aves.

No sólo es la nostalgia del bosque primigenio sino el indispensable paréntesis de verdor, paz y aire limpio, en una continuidad de concreto, bullicio y smog, lo que hace que los parques sean tan estimados.

Lima es una ciudad casi sin parques, los ha ido perdiendo como pierde el pelo un hombre con stress. Una ciudad que crece desmesuradamente, sin ninguna planificación, con mil problemas, ha visto desaparecer esos espacios de relax y sosiego rápida, inexorablemente. A pesar de las campañas de muchos románticos. Más ha podido la desidia edil.

La función social que cumplen, o cumplían los parques, es muy compleja. Para los más pobres es un sucedáneo de un día de campo; hay gente que lleva refrescos y sánguches a los pocos parques que quedan y aunque parezca mentira disfruta enormemente del pasto mezquino, descuidado, amarillento y de esas tristes palmeras que fueron precisamente escogidas por su capacidad para resistir todas las adversidades.

Los parques son también para el amor. ¿Quién no ha caminado de la mano de su pareja, dando vueltas y vueltas, bajo los árboles cómplices, quién no se ha tendido sobre la hierba y ha robado una caricia prohibida, amparado en la oscuridad propicia?

Recuerdo el Parque de la Reserva, hoy en ruinas y tomado por fumones, sátiros, y pirañitas. (*) Era un hermoso parque con estanque y con patos, con tías jóvenes que lo sacaban a uno a dar un paseo nocturno, a tomar aire, para encontrarse con el enamoradito.

A los parques también concurren quienes tienen que tomar una decisión importante, grave. Es esa gente que camina sola, que se sienta en las bancas y mira el cielo, no mira nada y uno sabe que tiene un problema o que está al borde de la desesperación. El marido engañado, el hombre con deudas impagables, la mujer con una enfermedad incurable, el adolescente que se peleó con el padre y se fugó de casa.

El parque tranquiliza, es un refugio. Esto debieran entenderlo mejor los alcaldes que autorizan echar cemento encima de lo verde. Ya la gente no sabe dónde refugiarse y pronto la sensación de estar enjaulados como los simios del Parque de las Leyendas, será cosa corriente.

(*) Texto escrito antes de que el alcalde Alberto Andrade transformara este parque y lo enrejara. Tomado de mi libro Esquirlas (Lima,1995)

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