Maritza Espinoza Huerta
Author: Maritza Espinoza Huerta
Periodista

Maritza Espinoza

Sospecho que es sólo un problema mío. Es que tengo una incapacidad congénita para entender la belleza, el señorío, la tradición, de eso que llaman fiesta brava. O tal vez ocurre que las poquísimas veces que ido (tal vez dos) a una corrida no he podido evitar mirar al toro.

Me han dicho que es incomparable pero, a mí, la fiesta se me pierde porque sólo puedo atender a la mirada de impotencia de esa inocente mole carne que, por mucho que me digan que fue criado para eso, no sabe qué diablos le está ocurriendo, ni entiende por qué unos sujetos que nunca ha visto le hincan el cuerpo hasta hacerlo sangrar, le pasan un trapo rojo por la cara y, al final, le hunden una espada en el lomo hasta la empuñadura.

Sí, claro, los brutos no piensan. Y eso me produce más espanto, porque el toro no es capaz de procesar lo que le pasa. Como un cachorrito de perro no procesa por qué lo meten en una bolsa y lo tiran al río. Él no entiende que es el protagonista de una obra de arte y su única defensa es irse por delante y agarrar a cornadas aquello que le asusta. Porque él sólo tiene cuernos. No muerde, no patea, no tiene veneno que inocular. Como me decía un amigo, si los toreros son tan valientes, ¿por qué no torean leones hambrientos?

Tendré que educar mi sensibilidad. Como los aficionados a las snuff movies (ese género de películas de asesinatos en vivo que circulan en la deep web), quienes, donde todos los demás vemos la más cruel de las perversiones, sólo ven el asombroso espectáculo de la muerte humana. Al igual que los aficionados al toreo, tal vez sólo son sólo unos artistas incomprendidos.

(Escribí esta columna quince años atrás, cuando gustar de la tauromaquia era, todavía, algo socialmente aceptado. Por suerte, hoy la mayoría en mi país la rechaza. Espero que algún día esa sangrienta plaza del Rímac sea sólo un museo del horror).

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