Eloy Jáuregui
Author: Eloy Jáuregui
Periodista, poeta y docente universitario.

cronica periodistica2Soy freelance. No tengo jefes ni editores pero tampoco cuento con derechos laborales. Desde Fujimori soy un recursero. Un periodista de información, informal. Cierto, como más del 70 % de trabajadores peruanos. Así, soy un empoderado sin poder gracias a la hinchazón neoliberal. Mi empresa soy yo. Prensado al vacío por la prensa, doy clases de tejidos –husos que le dicen–, aquel trenzado de palabras conocido como escrituras. No sagradas, sangradas por el avance tecnológico que provocaron mi llegada a la electronalidad. De algo estoy muy seguro, al mes no sé cuánto gano. Aquello me mantiene atento en este reino de falsas verdades. Resignado al emprendedurismo, trato de no mentir aunque hay veces que rozo con la posverdad. Soy un pequeño burgués –hubiese dicho, caviar– pero como no tengo dinero, no se nota.

Y la posverdad es más vieja que el hilo negro. Pero es término que terminó poniéndose de moda. Para el periodismo selfie –ese donde se estira la mano para que un congresista repita puerilidades propias de su ignorancia– la afirmación y exactitud de la noticia son postulados a comprobarse. Corruptos con quórum y diversidad, los no infectados multiplican los virus de la dolencia, afección y contagio. La posverdad es la corrupción del periodismo, insisto en mis clases de crónicas. Nadie me cree. No tengo 4x4 ni casa en “Eisha”, entonces soy como los cronistas de indias que remato mi alma al diablo para demostrar que todo lo que escribo es verídico y fidedigno no por veraz sino por mi afán de convencer. Y como soy poeta, dicen, prostituyo  y deformo los hechos con metáforas y ornatos. Ergo, soy cronista para pocos y no periodista para muchos.

En mi último libro “Una pasión crónica – Tratado de periodismo literario” (Artífice Editores. Lima, 2018) afirmo que lo mío es una enfermedad terminal que recién empieza. Que la crónica no es como la anemia en el Perú que avanza de manera incontrolable y que es escasa en estos días en los medios. Todos los medios. Los cronistas somos como Paolo Guerrero, los menos: Los menciono y no vale la piconada: J. Bedoya, R. Cisneros, B. Ortiz, J. Bayly, U. Jara y nos vemos por los Panchos. Y que somos tan distintos a Aldo Mariátegui, Vásquez Kunze o Víctor Andrés Ponce. Me olvido de algunos, pero lo corrupto no siempre es visible.

Martín Caparros, cronista argentino que no es moco de pavo decía al referirse a esta maestría en falsedades que es la posverdad: “Me parece una palabra nueva para llamar lo más viejo del mundo: la mentira. La —falsa— historia de los hombres empieza con una mentira: cuando la serpiente engaña a Eva con la manzana, y Eva le cree (…) ¿Ahora vamos a descubrir que existe la mentira?”. Bien. En ese demostrar que uno dice lo cierto, se pasa por alto el suicidio de Alan García, la revuelta de Las Bambas, el desempleo criminal, el drama de la salud en el país y el periodismo se convierte en el parte policial mal escrito y rebosante de gazapos.

Asistimos pues a la eclosión de la prensa exprés, del policial sin gracia y los textos grasosos como el chancho al palo. En esta hora dramática los dueños de los medios tradicionales, aquellos todavía impresos, buscan con afán mejorar su oferta porque los nuevos emporios comunicativos digitales y las redes sociales, usadas como fuente de noticias, se han duplicado en su expansión en la mayoría de los países.

Aun así, debemos celebrar la existencia de la crónica como un género periodístico. La crónica como categoría de la comunicación masiva y el nexo perfecto entre la información sin adulterar y la belleza de la escritura. La crónica como herramienta de atracción, que, lejos de estar ajena a la puja entre lo tradicional y lo moderno, entre la prensa sacramental y las plataformas digitales, hoy goza de buena salud –afuera, no adentro. Y eso porque muchos periodistas utilizan las técnicas literarias y de seducción de imágenes aspirando a cultivar su propia voz para la propagación del magma de las noticias. Aquellas noticias convertidas en historias que manejan su propia gramática, e, incluso, su propio tiempo para la lectura como disfrute. La verdad de las mentiras es otra cosa.

 

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