Carlos Orellana
Author: Carlos Orellana
Periodista y escritor

(*) Un texto olvidado en una caja de cartón, como tantos otros:

Su padre le regaló el Piaget hecho a mano, con caja y correa de oro, un mes antes de morir. Quince años después aún el fino reloj estaba en un cofre de joyas de su madre, sin usar. Luego partió a Europa becado y al regresar, 20 años después, ella se lo entregó poniéndoselo de frente en la muñeca izquierda. Solo dijo: “Valóralo y úsalo, que es recuerdo de tu padre”.

Hacía apenas dos días que se encontraba en Lima, la ciudad había crecido y cambiado horrores: era otra. Pero cuando llegó al Centro de Lima, ya con la noche encima, le pareció que nada había cambiado. Miró su reloj instintivamente y se sorprendió que funcionara: su madre había tenido seguro la delicadeza de llevarlo a un relojero.

La ceremonia de presentación del libro de Aarón Fernández ya se había iniciado. El público rebalsaba las instalaciones del barcito que había congregado desde inicios de los setentas a los poetas de su generación. Había empezado a garuar. Pedro se dio maña para ir colándose entre el gentío; esperaba reconocer tras 20 años algunos rostros, pero le pareció absolutamente extraño ir viendo rostros parecidos a los de viejos camaradas, solo que muy rejuvenecidos.

Cuando llegó a la primera fila sintió que algunos lo miraban con singular interés. Descubrió en la mesa, para su pasmo, a un Aarón Fernández de 20 años y a su lado al profesor Melquíades Toma. ¿Melquíades Toma? ¿No era el catedrático y poeta sanmarquino que había muerto atropellado en la avenida Arequipa hacía quince años?

¿Qué clase de broma era ésta la de presentar un libro ya presentado hace veinte años con probablemente el hijo de Fernández y el hermano de Toma? Sintió que el aire congestionado del ambiente lo asfixiaba, la cabeza le daba vueltas. Salió a la calle: seguía garuando.

Lorena venía hacia él, estaba hermosa y radiante con un cortavientos rojo y una capucha que aún recordaba; las gotitas de lluvia le daban la apariencia de un fruto fresco.

-¿Cuándo viajas a Europa?-le preguntó.

La pregunta tenía ese tono que revelaba inquietud y acaso la punta del iceberg de la desolación.

“No lo sé aún”, dijo él. Luego miró su reloj bajo un farol, brillaba como los ojos del demonio.

-Es una pena que te vayas-se atrevió a decir Lorena.

El dijo que el local estaba repleto, miró nuevamente su reloj, y se atrevió a invitarla a tomar, nuevamente, un café en la Plaza San Martín. Ella aceptó.carlos orellana

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