Author: José Luis Vargas Sifuentes

Nuestra heroina de ébano

La historia del Perú está llena de hechos heroicos protagonizados por mujeres, pero son poco conocidos y la mayoría minimizados en los textos escolares, suponemos que por el simple hecho de pertenecer al ‘sexo débil’.

Uno de esos tantos casos fue el protagonizado hace 137 años, en este caso por una mujer de raza negra, que no ha recibido la atención ni los honores que le corresponden.

Ocurrió a fines de la infausta Guerra del Pacífico (1879-1883) y tuvo por escenario el distrito de San José de Los Molinos, provincia y departamento de Ica.

La heroína fue Catalina Buendía de Pecho, a quien no se le rinden los honores que merece, como a muchas otras que lucharon durante la guerra independentista.

Son escasos los datos biográficos sobre ella. Los pocos testimonios que se conocen son a través de la tradición oral de los habitantes de Los Molinos, un pacífico pueblo del valle iqueño, creado el 14 de noviembre de 1876 en la margen izquierda del río Ica, y paso obligado hacia la sierra.

Se desconoce la fecha de su nacimiento, pero desde niña demostró un profundo fervor patriótico. Se afincó en Los Molinos y dedicó a la cosecha de algodón. Se casó con el agricultor José La Rosa Pecho, con quien tuvo un hijo llamado Hilario. Era una mujer alta, musculosa e imponente y de carácter fuerte, con cualidades de liderazgo, y era muy respetada por sus coterráneos.

Cuando los chilenos invadieron nuestro país y una parte de su ejército se dirigía a la sierra, Catalina organizó a los vecinos para impedir que cruzaran por el lugar. Con escopetas, hondas, barretas y otras armas caseras improvisadas ocuparon El Cerrillo, a 3 km de la plaza.

Todos trabajaron día y noche bajo sus órdenes. Los hombres construyendo fortines, abriendo zanjas e improvisando catapultas; las mujeres, cargando herramientas y arena para los costales de la línea de resistencia, y los niños llevando en sus limetas chicha de jora.

Enarbolando nuestra bandera bicolor, Catalina Buendía los arengaba gritando: “¡No pasarán!, ¡no pasarán!, ¡viva el Perú!”

La mañana del 20 de noviembre de 1883 apareció la caballería chilena seguida de la infantería y la artillería ligera en ordenada marcha. Su presencia atemorizaba y disuadía cualquier intento de rechazo u oposición de los pueblos.

Pero en Los Molinos fueron recibidos con una lluvia de piedras lanzadas desde el cerro, una descarga de escopetería y el tumultuoso empuje de una masa afiebrada, que descontroló y desbocó a sus jinetes e impidió el accionar de infantes y artilleros. Sobre ese caos los combatientes iqueños se abalanzaron, lucharon cuerpo a cuerpo con machete y cuchillo contra los invasores; les ocasionaron numerosas bajas y obligaron a retroceder.

Después de ese hecho el lugareño Chang Joo, de ascendencia china, se vendió a los chilenos y les dio información sobre la ubicación de los patriotas iqueños y la forma de atacarlos por la retaguardia y por sorpresa. La traición causó una sangrienta derrota para los nuestros. Al verse perdidos apareció Catalina tratando suspender la matanza. Portando una bandera blanca gritó: "¡Paz! ¡Queremos paz honrosa! ¡No más sangre!"

Entre la polvareda y las balas, con el traje rasgado, el rostro herido y sudorosa, se dirigió al jefe de la tropa enemiga, cuyo nombre no ha sido registrado, y le propuso una paz honrosa. El jefe chileno aceptó la propuesta y se comprometió a respetar los derechos de los insurrectos.

A una señal de Catalina, sus hombres bajaron del cerro y depusieron sus armas. Cuando el último de ellos dejó caer la suya, el jefe militar, desconociendo su promesa, ordenó a sus hombres que dispararan contra los inermes rendidos.

Disimulando su dolor por la muerte de sus hombres, Catalina alabó el triunfo del militar chileno y le ofreció brindar con la ‘chicha de la victoria’ que, dijo, había preparado para sus hombres. Para convencerlo, cogió una jarra de chicha de jora -previamente envenenada con la savia del arbusto ‘piñón’-, se sirvió un vaso y la bebió con serenidad.

Convencido, el militar chileno bebió también y pasó el recipiente a sus hombres, quienes, por el calor y la fatiga, aceptaron beberla. Poco después, uno de ellos notó que su jefe se desplomaba. “¡La chicha está envenenada!", gritó.

Tras algunos minutos, Catalina se desplomó violentamente, y el oficial moribundo le disparó un tiro a la cabeza. Ambos cayeron muertos al igual que muchos soldados chilenos.

Solo el Instituto de Educación Superior Tecnológico Público de Ica y un colegio mixto fundado en 1966 llevan su nombre.

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