Edwin Sarmiento
Author: Edwin Sarmiento
Periodista y docente universitario

Edwin Sarmiento

Terminamos con aplausos, dando hurras de felicidad. Fue un acto sólo comparable a cuando el hombre llegó por primera vez a la luna, en 1969. Esa vez, lo vimos por televisión millones de personas en todo el mundo. Esta vez, nos veíamos las caras de felicidad, sólo siete viejos periodistas integrantes de la Tertulia del Chivo Castillo, radicados en Lima. Y gracias a la magia de la tecnología por Internet. Allí estábamos, plantados, o mejor, sentados en nuestras casas, a kilómetros de distancia unos de otros. Sólo

Malena y Verónica, bellas hijas del tremendo reportero que tuvimos en el Perú, Humberto Chivo Castillo Anselmi, se hallaban a miles de kilómetros de distancia. En Miami, para ser exactos. Malena fue quien nos hizo el milagro. Ella nos conectó en la plataforma Zoom. Y todo ocurrió como jugando. Habíamos dejado de vernos y, para ser sinceros, nos estábamos extrañando. Una semana antes de la cuarentena, fue la última vez que nos habíamos visto, nos abrazamos fuertemente, tomamos café y nos reímos como todos los viernes que solíamos hacerlo, a las diez de la mañana, en el McDonald´s de Miraflores.

Eso sí, nos comunicábamos por correo, pero no sabíamos cómo nos estaba yendo en el encierro forzado; es decir, nos hacía falta mirarnos a los ojos para saber si seguíamos siendo iguales. Soñábamos con ser libres hasta en las noches de insomnio. Nadie había pasado por una experiencia de encierro, como la que estábamos viviendo. Salvo uno que otro, en su juventud, por razones políticas. La libertad, querido amigo, tenía otro rostro y había que apreciarlo. Por correo nos habíamos confesado: hay angustias que incomodan, pero los periodistas de la Tertulia eran hombres de mucho temple, pese a que todos superaban los 70 años bien vividos o como el maestro Domingo Tamariz que ahorita había cumplido 92 años, sin mencionar a Raúl Dreyfus que ya va por los 94, como si nada. Y suave como el arrullo de la paloma.

No menciono en este relato a Celinda, la única mujer del grupo, porque de ella no sabemos mucho desde la cuarentena. Por correo supimos que los muchachos andaban siempre ocupados en terminar cosas pendientes. Piolín José Vargas amenazó con un nuevo libro en ciernes. Lo celebramos. El poeta Reynaldo Naranjo se animó a difundir lo último de su creación: “Justo Linares el grande/ en Jaula de Oro, pulido,/ su brío siempre esparcido,/ bien querido en viejos idus./ ¡Jamás por Coronavirus!” Lo celebramos. Bernardino Rodríguez, más parco, dijo que andaba ultimando su libro-homenaje a Arequipa, su tierra natal, pese a todo. Domingo Tamariz diagramando el cuarto tomo de sus “Memorias de una Pasión”, libro que registra la historia del periodismo peruano, durante la segunda mitad del s. XX, hasta la actualidad. Y los contertulios mataban el tiempo enfrascados en un intercambio de poemas, sonetos y alegorías de escritores clásicos del renacimiento y de la poesía romántica española y latinoamericana.

Así iban las cosas por dentro, hasta que se me ocurrió preguntar si podíamos reunirnos a través de una vídeo conferencia. Yo lo venía haciendo en nuestras sesiones con los directivos del Colegio de Periodistas de Lima. También con mis alumnos de la universidad donde enseño. César de los Heros se entusiasmó con la idea y lideró la posibilidad de hacerlo realidad. Él fue mi primer jefe de informaciones en el diario Correo, cuando me inicié en el oficio. Es un profesional serio, de pocas palabras, pero contundente. Y la idea tomó forma, al paso de los días, hasta que nos comunicó: el viernes a las diez nos conectamos. Estén atentos, fue su orden.

Llegado el día sólo estuvimos él y yo. Nos mirábamos las caras, pero no nos escuchábamos. Parecíamos dos sordomudos desesperados por contarse cosas y hablando por señales. Yo miraba que él buscaba algo que nos permitiera comunicarnos y nada. Se esforzaba y nada. Me miraba sonriente y yo lo miraba sonriente. Pagamos el precio de ser dos viejos periodistas descubriendo nuevas tecnologías. Después me enteraría que Justo Linares y Bernardino Rodríguez se hallaban esperando a la hora indicada. Es como si César nos hubiera invitado a su casa y nosotros llegáramos a la hora indicada, pero no nos abría la puerta, diría Bernardino, resignado.

A la semana siguiente fue la desquitada. Nos sacamos el clavo. Enterada de nuestros pesares, Malena se ofreció a ayudarnos. Le dijo a César que ella sería la anfitriona, que ella nos invitaría desde Miami, que ella guiaría nuestros pasos, que no nos preocupemos, que ella arreglaría hasta el último de nuestros suspiros. Y así fue. Esperen la indicación, nos recomendó César. Los días previos a ese viernes, fueron días de ensayo. ¿Saldrá bien?, decíamos, ¿Volveremos a fallar?, nos preguntábamos. ¿Te imaginas manejando el Zoom?, bromeábamos.

Y razones no nos faltaban. Éramos periodistas del siglo pasado. Veníamos de las grandes salas de redacción llenas de máquinas de escribir. Las redacciones eran ambientes espaciosos que por las tardes se llenaban de humo marca Lucky Strike o Malboro y con bromas lanzadas al viento por nerviosos reporteros que terminaban la jornada o empezaban algunos. ¿Internet? Los periodistas venían de manipular pesados linotipos en la imprenta con olor a plomo. ¿Redes sociales? Quién lo creyera. Cincuenta años después, nos tenían, vea usted, manipulando plataformas para entrar al ciberespacio y vernos las caras en plena cuarentena. Aprendiendo, eso es, adaptando nuestras tranquilas existencias a las nuevas tecnologías de comunicación. Pero ahí vamos. Y fuimos.

Hasta que llegó el viernes, antes de las diez de la mañana. Yo amanecí muy extraño. Amanecí, animado. Me duché temprano y, extrañamente, me arreglé como solía hacer todos los días, antes de la cuarentena. Me miré al espejo y advertí que me había quitado el bigote de siempre. Me eché, entonces, una loción que tenía guardada desde mi cumpleaños. Escuché que mi hija, Kukuli, me preguntaba si saldría a la calle. ¿A la calle? Si sólo me había preparado para la vídeo conferencia. Esto ocurría en el Callao. Más allá, en San Borja, en Miraflores, por Surquillo, César de los Heros, Domingo Tamariz, Hugo Chauca, Oscar Eduardo Bravo, Bernardino Rodríguez y Justo Linares hacían lo propio. Esperaban que llegue las diez. Justo se percató que tenía la barba crecida, al igual que Domingo. En ambos, la calvicie les había ganado algo de espacio.

Llegó las diez de la mañana y pasó. Nadie ingresaba al Zoom. No había invitación. César tenía que habernos enviado. Y nada. César tenía que habernos informado. Y nada. César, responde, César, ¿estás? Lo llamamos, le rompimos el teléfono y nada. Optó por no responder. Por correo, Bernardino dijo que César se estaría colocando la mascarilla para encender la computadora. Y que por eso se estaría demorando. Justo se ofreció ser el anfitrión. Dijo que su hija podría ayudarnos, que mejor coordinemos con calma, pero calma era lo que necesitábamos. Hasta que, 45 minutos después, César reapareció y dio la orden: conecten sus computadoras, dijo. Están invitados, revisen sus correos y Malena será quien nos dirija, señaló.

¡Y aparecimos! Sonreíamos. Nos mirábamos. Éramos los mismos. Allí estábamos unidos por la red. Y empezamos a hablar casi a borbotones, hasta que Justo puso orden y se proclamó director de debates. Fue cediendo la palabra por orden de edad. Me tocó hablar al final. ¿Qué están haciendo en sus casas? ¿Cómo están enfrentando los días? ¿Qué piensan de las conferencias de prensa del presidente Vizcarra? ¿Y de la educación a distancia a través del Internet? ¿Quieren comentar sobre los actos de corrupción recientes?, preguntó el moderador, colocando los temas en la cancha, como de costumbre. Y nos despachamos por dos horas. Discrepamos, confrontamos, hasta nos levantamos la voz, pero terminamos como hermanos, más amigos que nunca. Y nos aplaudimos emocionados, prometiendo encontrarnos la próxima semana, con la lección aprendida.

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