Edwin Sarmiento
Author: Edwin Sarmiento
Periodista y docente universitario

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Han pasado 30 días desde que el poeta de Hora Zero y mejor cronista de prensa escrita, Eloy Jáuregui, partió a la eternidad. Gran amigo, diestro en la escritura, artista de la palabra, Eloy, dejó el recuerdo de haber vivido la vida como sólo él la quiso vivir: en libertad. Sus amigos lo recordamos con la ironía a flor de piel, conversador, versátil en los temas, imaginativo hasta para contar una verdad. Muchas veces no se sabía si que lo decía con mucha pasión y verbo encendido respondía a sus convicciones, o, en mucho, era para provocar una discusión en la que solía enfrascarse con alma, vida y corazón. Así era el buen Eloy, el hermano, el poeta que cuando cogía el teléfono era para no soltarte conversando durante horas, hasta que se iban agotando los temas o la fatiga de su maltrecho cuerpo ya no se lo permitía en los últimos tiempos. O la batería de nuestros celulares nos dejaban en silencio.

En memoria de él, he pedido a algunos amigos comunes dejar testimonio de sus recuerdos con el amigo que solía entonar boleros, bailar salsa brava, cantar a dúo conmigo las canciones del Picaflor de los Andes y Flor Pucarina, a quienes él retrató magistralmente en sus atrapantes crónicas escritas después de la media res de rigor, en el bar-restaurante Queirolo de sus amores.

Precisamente aquí lo recuerda, Oscar Queirolo, dueño del ya legendario lugar de Quilca con Camaná, Cercado de Lima, desde los años 70 del siglo pasado, cuando los jóvenes de Hora Zero, único movimiento cultural en el país y Latinoamérica, que tiene 54 años de vigencia y mucha producción intelectual, llegaban, silenciosos, y se apostaban en las mesas, hasta que caía alguno con el ansiado ron entre los brazos.

Entonces, los ánimos se encendían, hablaban de política, de poesía, de los grupos musicales en moda. Es cuando los Rolling Stones, los Beatles y otros se hacían presentes junto con la Sonora Matancera, los Compadres (legendario dúo cubano) o la nueva trova cubana. Leían sus textos poéticos en plena creación y el futuro les importaba un carajo. Entre ellos estaba el joven Eloy. Era el más pulpín de todos. “Ellos eran roneros”, recuerda Oscar. Pero a Eloy le gustaba el pisco Biondi y el vino Castillo del diablo, sigue recordando Óscar. También su buen sancochado, especialidad de la casa. “En plena pandemia, él me llamaba y yo mismo le llevaba su buen plato de sancochado y él me decía que lo devoraba como preso político”, evoca Óscar, con la voz quebrada. Y yo paso al testimonio de los amigos que me alcanzaron sus textos, antes del cierre de edición.

Jorge Pimentel, poeta, fundador del movimiento Hora Zero
Eloy Jáuregui fue un hermano para nosotros. Pero, además, fue un integrante fundamental del movimiento Hora Zero. Estuvo en nuestras luchas, congresos, manifiestos, revistas y recitales en todo el Perú. Eloy también encarnó el espíritu de Hora Zero, su vitalismo, su crónica y su épica urbana, la creación urgente, irreverente y rebelde de la palabra, la creación como aventura y riesgo. Eloy se dio a la vida sin hipocresías, y la amó como ningún otro. El Perú le debe mucho. Gran parte de la historia cultural y artística del Perú está en las páginas de Eloy Jáuregui, en lo que él escribió y en su propia vida. Hora Zero y el Perú le deben mucho.

Fernando Obregón, periodista
Eloy Jáuregui era la alegría del movimiento Hora Zero y de sus amigos. Igual que el escritor Miguel Burga, otro de sus desaparecidos integrantes, tener a Eloy en una reunión horazeriana era una fiesta sin hora de cierre. Todos los temas podían discutirse con él y siempre la lección final era una mirada positiva para con los amigos. Su alegría y buen humor no escondía su severidad y exigencia literaria y creativa, que casi siempre acompañaba con una ironía fina o un comentario punzante que te hacía reflexionar. Al interior de las reuniones de los poetas de Hora Zero las discusiones siempre fueron frontales, muy exigentes. Y Eloy era un pugilista verbal siempre buscando un buen sparring. Para ser parte del movimiento debías tener una gimnasia mental en forma, lecturas actualizadas y una correa bien ancha, si querías aprender de aquellos gigantes. Eloy era uno de los encargados de abrir el debate siempre al grano y si no seguías el ritmo perdías.

Hacia fines de 1990, el Chino Domínguez nos invitó a Eloy y a mí para hacer un reportaje, donde él haría las fotos ¿Dos periodistas para el miso reportaje?, preguntó Eloy o quizá yo. El misterio creció cuando el Chino nos llevó a una cebichería en la cuadra 1 de Luna Pizarro en La Victoria, a pocos metros de la Avenida Grau, en un local escondido en medio de tiendas de ventas de bicicletas que ocupaban toda la vereda, parte de la pista y hasta el frontis de la misma cebichería. ¿Cuál es el tema chino? preguntó Eloy. "Espera", contestó Domínguez quien fue pidiendo cerveza y el primer plato de cebiche, para luego más cerveza y otro plato de mariscos y más cervezas, durante las siguiente cuatro horas en la que esperábamos instrucciones del mítico maestro para reportear. Fueron horas de historias, conversa y anécdotas, entre las cuales el chino nos tomaba fotos en los momentos más inesperados. Incluso cuando llegó el dueño del establecimiento para decirnos al final de la tarde que ese era su último día en el negocio, porque iba a cerrar el local pues el negocio de la bicicleta lo había asfixiado. Muchas horas después, inundados de alcohol no sé si Eloy o yo preguntamos "¿Y el reportaje?". "No sé qué escribirán ustedes, pero yo ya hice el mío", contestó el chino.

En 1997, Blanca Rosales asumió la Edición General del semanario El Mundo y llevó a Eloy como Editor y a mí como Jefe de Informaciones. Uno de los encargos fue completar la lista de redactores, donde teníamos una plaza de 10 puestos por cubrir. Con Eloy decidimos que íbamos a utilizar 3 plazas para periodistas experimentados y qué íbamos a contratar a 7 jóvenes, de preferencia sin experiencia, que pudiésemos formar en el nuevo periodismo croniquero que luego implementamos ahí. Pasamos la voz entre estudiantes de Ciencias de la Comunicación y Letras, de todas las universidades y de pronto se inscribieron más de 200 muchachos que tuvimos que entrevistar uno por uno, haciéndoles pruebas de escritura, en una agotadora selección que nos llevó casi una semana con 10 horas dce trabajo cada día. Al final contratamos a jóvenes que luego se han convertido en referentes del periodismo (Luis Miranda, Sonaly Tuesta, Esther Vargas, algunos de ellos), pero lo importante es que en ese momento Éloy descubrió su vocación de maestro que luego desarrolló con gran acierto.

Bernardo Rafael Álvarez, escritor, poeta.
Hace un mes emprendiste el viaje más largo, sin retorno. Y lo hiciste sufriendo, con dolores, pero sin dejar eso que era tuyo, solo tuyo: la broma, la joda, el no dejar de sonreír, la alegría. Es que siempre fuiste la expresión más cabal e indiscutible de que el poeta no es, no tiene por qué ser, un hombre triste. Pero a nosotros, nos has dejado prácticamente desamparados. ¿Recuerdas esto que escribí hace unos años, cuando publicaste tu libro «Usted es la culpable»? Aquí te lo leo, Eloycito querido:
«Creo que es cierto: Surquillo es el centro del Orbe (y además quién soy yo para negarlo). Pero, en realidad, hay muchos centros del mundo; algunos permanentes (según el ojo de cristal con que se mire) y otros que con el tiempo dejan de serlo. Tú, qué duda cabe, tienes el tuyo; los demás también: su centrolima, su molicentro, su centroizquierda, su centro iqueño, o, quién sabe, solo su ombligo como centro. Alguna vez, nuestro centro fue el Palermo, el Wony, el 444 de Ramírez Ruiz... Pero para muchos de nosotros, el primer gran centro fue esa esquina del Parque Universitario donde don Néstor vendía libros. Allí conocí a Hora Zero y la urgencia de sus palabras y supe que había unos apellidos extraños para mí (el recién bajado de Pallasca): nunca antes había conocido a nadie que se apellidara Rupay, Colán, Pimentel, Nájar, Verástegui... Jáuregui; creí que habían sido hechos especialmente para poetas.

Algunos ahora me resultan más comunes y familiares que el cebiche con “ese” y “ve chica”. Ese quiosco, de un hombre bonachón con quien se podía conversar, no de las cojudeces de microbusero que son el repertorio de nuestros actuales libreros, puso en vitrina el primer dizque libro de poemas que publiqué (nada notable, nada notable), allá por el 74; nunca pregunté si se había vendido algún ejemplar, siempre nos ocupábamos de otras cosas. Pero, efectivamente, sí se había hecho, al menos, una venta; lo supe mucho tiempo después por Santiváñez que, intelectualmente curioso, adquirió aquella pobre novedad bibliográfica precisamente allí, en el quiosco del señor Jáuregui. Claro, no solo eso había allí, también se ofrecían publicaciones buenas: Harawi, por ejemplo. Ha pasado tanto tiempo. Hoy sé que nosotros también somos en alguna forma, como tú (“hijo de tu padre”), vástagos literarios de aquel bondadoso parroquiano que nos dio una ayudadita para enamorarnos perdidamente de esta puta siempre virgen, la poesía, que se ha convertido en nuestro centro y, también, en la culpable (“de todas mis angustias y todos mis quebrantos”)».

Sabes que te extrañamos un montonazo, pero tú, como pa' fregar (¡siempre con la broma, caracho!), te pones imperturbable mientras viajas en aquella "nave perpetua" que se nos ocurrió inventar hace poco, ¿recuerdas? ¡Te abrazo, Eloycito, hermano, siempre!

Leydy Loayza, escritora, periodista
Eloy Jauregui decía que era mejor vivir en poesía, aunque toda su vida fue un cronista crónico, era imposible no pasar cinco minutos con él y no reír. Eloy fue la primera persona a la que le mostré las cosas que escribía y la primera que me abrió los ojos en literatura, el escribía desde las cinco de la madrugada y cada párrafo era un baile. Eloy era todo un personaje y vaya que no se molestó en absoluto cuando se convirtió en uno de mis personajes literarios en la trilogía de novela negra que inicié, salvo por el nombre que le puse, "Mauricio".

Eloy era un rebelde total, un poeta total, una vez robo un libro para mi en el parque Kennedy, uno de Vargas Llosa luego que presentamos mi segundo libro, por supuesto le pedí que lo devolviera, pero me aseguró con una convicción irrefutable que Varguitas no se iba a molestar y cantó boleros de camino en el taxi, "... esta tarde vi llover... Y no estabas tu" como si la vida fuera una broma infinita de la que todos éramos parte.

Cronwell Jara, escritor, tallerista literario
La última vez que nos vimos con Eloy, yo pasaba muchos problemas. Y yo tenía ganas de morir. Pero Eloy se me adelantó cuando me dijo, antes de cantar: no te preocupes, Cronwell, cholo, lo tuyo pasará. Pero, lo mío... Significa que me iré para defenderlos y protegerlos a ustedes desde el otro lado.
-¿De qué lado?
-Desde el Queirolo de arriba -me dijo, con una lágrima que se le caía. Y se puso a cantar, lloroso, alegre, melancólico; y luego remató-: ¡así somos los poetas, carajo. ¡Los amo! Y Dimas Arrieta, te toca poner un vino... Y todos reímos, aplaudimos y nos abrazamos sintiéndonos los seres más felices y desgraciados....

Sabíamos que Eloy ya la tenía cerca. Sabíamos que uno de nosotros se iría pronto, pero qué hermoso, ¡celebrábamos la vida y esa partida con mucha alegría! Como cholos, serranos, indios. Cómo debía de ser...

Jesús Raymundo, escritor, editor.
“Somos amigos de viejo”, solía repetirme el maestro Eloy cuando conversábamos. Aunque antes no habíamos compartido comisiones periodísticas ni salas de redacción, la vida nos había hermanado gracias a los amigos comunes, sus numerosas crónicas, los encuentros culturales y algunas noches de bohemia. Así, durante la última década compartimos presentaciones de libros en ferias de Lima y otras ciudades, la edición del tratado de periodismo literario “Una pasión crónica”, a cargo de la Editorial Artífice, y el curso que él tituló Crónica Contra el Olvido. También forjamos sueños, muchos sueños. Ni la pandemia nos detuvo.

El maestro Eloy fue un ejemplo de altruismo. Cuando le comenté sobre la publicación de mi libro, que luego calificó como “el coquito de la ortografía”, me regaló un texto generoso que siempre releo. Luego, lo presentó en las ferias de Lima, Huancayo y Piura. Era un mago de la palabra. Llenaba los auditorios vacíos en breves minutos. Él hablaba con el rigor de quien ha investigado y con la riqueza de quien ha vivido con intensidad. Escucharlo era como un viaje entrañable por el tiempo, la historia y las entrañas del hombre. Y hoy su aliento nos sigue iluminando.
Cynthia Pimentel, periodista.

Eloy mismo ha escrito sobre su vida y sus vivencias y las ha contado. Por eso yo sabía que nació el mismo día que nació la Sonora Matancera. Eloy brilla con luz propia y es una estrella en el firmamento. Es un ejemplo. En los colegios estudiarán sus crónicas. Y eso es un triunfo enorme, el de un niño que se convirtió en gigante.

Alberto “Cholín” Escalante, artista, diseñador gráfico
En la época de la revista Visión peruana, década de los 80, asistíamos a la peña de Pipo Cómena de Breña, con el director de la revista, Alfonso Reyes, el poeta Eloy Jaúregui y yo donde se rendía culto a lo más graneado del tango argentino, por tanto a sus máximos exponentes. ¿Quién era Pipo Cómena? era un cultor auténtico del tango de los años cincuenta y bien conocido en el ambiente criollo, respetado por todos sus amigos, gracias a su don de gente y gran cantor con una voz prodigiosa. (Va la foto, en blanco y negro)

Pipo Cómena era muy celoso con la gente que compartía su peña. Le pasé la voz que iba a llegar con dos amigos periodistas y estuvo encantado de conocerlos; cuando nos sentamos en su mesa y con los saludos correspondientes se impresionó con la conversación de Eloy y Alfonso Reyes, donde Eloy a pesar de su temprana edad, tenía un profundo conocimiento del mundo tanguero y se desató aún más, contando una serie de anécdotas de su visita a Buenos Aires y su experiencia con algunos cantantes de la época como Argentino Ledesma, Roberto Goyeneche, a los cuales los había entrevistado pero que nunca salió publicado.

Pipo le dio su vuelto a Eloy, cuando Pipo se paró para cantar una serie de tangos que eran magistrales en la voz del maestro Comena, Eloy no dudó en pararse y fue a abrazarlo donde le dijo que su voz le llegó al alma y le dio un discurso de elogio que todos aplaudimos, así empezó una amistad de poeta a cantor.

Hernán Flores, poeta, académico
El dolor en el corazón, aún no calma. Seguro que estará conmigo, para siempre.
Después de tu partida a tu Eternidad, Eloy querido, hoy, de manera reiterativa, nuestro común amigo Edwin Sarmiento, me solicita que escriba algo sobre nuestra amistad de décadas, que los amigos comunes saben cuánto amor de hermanos nos profesábamos, en un mundo de mutuas soledades. En los últimos tiempos, parecía en que se nos estaba quedando corto y decidimos apurar el paso en encontrarnos, con más frecuencia, desde setiembre del año pasado, en el Queirolo, en tu departamento de la Unidad Vecinal, con mi Alondra, tu sobrina adorada, Magari, tu hermana; en los lunes obligados de la dicha en el Chulucanas, Catacaos, Sullana y Huancabamba, y yo, como buen piurano, me sentía muy feliz de compartir la comida de mi tierra adorada: era tu felicidad total. Los cuatro últimos meses fueron muy intensos en nuestros recorridos. Entre cerveza y cerveza, festejábamos la dicha se ser más hermanos. Seguro que pocos saben que tus bromas sobre tus tiempos por Chimbote y Piura, eran un
festival inacabable de risas. Cuyos personajes te resultaban jocosos y únicos. Como lo fue nuestra conversa, inacabable, sobre los viajes a Cuba, sobre Fidel, el bolero, la belleza inigualable de las cubanas, el calor de los amigos cubanos, nuestros paseos por bares y refugios.

Hermano, queda para otro momento, muchas confesiones hermosas que contar sobre nuestras mutuas confidencias. Nos vemos más tarde, con tu eterno recuerdo, en la celebración de un mes de tu viaje, en la misa que te ofrecen tus hijos. Sé que, pese a tu confesión agnóstica, no te opondrás a estar con nosotros.

 

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