Edwin Sarmiento
Author: Edwin Sarmiento
Periodista y docente universitario

Alan fotoEl primer recuerdo que tengo de Alan García es ver correr a un muchachón alto, fornido y de porte atlético, persiguiendo, pistola en mano, comunistas que corrían de un lado para otro en la plaza Bolívar, frente al Congreso de la República. Era agosto de 1978. Tres semanas antes se había instalado la Asamblea Constituyente presidida por Haya de la Torre con la finalidad de redactar una nueva Constitución Política. Esa noche de agosto intervenía en el hemiciclo Carlos Enrique Melgar, líder aprista de histriónicos ademanes y verbo churrigueresco, mientras la sesión del pleno se presentaba algo tranquila, a diferencia de otras noches. Se debatía si la Asamblea Constituyente tendría también facultades legislativas como había planteado la izquierda o si sólo se limitaría a redactar la nueva constitución, como decía el decreto de convocatoria.  

Las calles sí andaban movidas por esos días. Los trabajadores mineros y metalúrgicos del país se hallaban en huelga indefinida, con ollas comunes en diferentes puntos de la ciudad y piquetes de mineros con casos blancos, rojos y amarillos pidiendo apoyo de la población por calles y buses que recorrían Lima para sostenerse en pie, mientras duraba su medida de lucha. Los maestros del Sutep salían de una huelga general de cerca de cuatro meses, la más larga conducida por su legendario líder, Horacio Zevallos, El gobierno de Morales Bermúdez, a quien Basadre había llamado el felón más grande de la historia, había suspendido las garantías individuales y declarado el estado de emergencia en las zonas paralizadas por los movimientos sindicales. Ese era el contexto cuando se inicia la Asamblea Constituyente y Alan aparece en escena para mis ojos de cronista parlamentario.

Lo recuerdo peleándose con su pelo largo que le cubría, de cuando en cuando, parte de la cara hasta cubrirle por completo el ojo derecho. Era un joven de ademanes fuertes y decididos. En el interior de la Asamblea no había intervenido casi nada, hasta ese momento, quizás porque fue el más joven de los elegidos, o que al lado tenía a sus líderes históricos más experimentados, cazurros y con kilómetros de vida política recorrida. Citemos algunos nombres: Luis Alberto Sánchez, Javier Valle Riestra, Andrés Townsend Ezcurra, Fernando León de Vivero, Carlos Enrique Melgar, Carlos Manuel Cox, Luis E. Heysen. Y en las otras tiendas: Luis Bedoya Reyes, Mario Polar, Ernesto Alayza, Roberto Ramírez del Villar, Jorge del Prado, Genaro Ledesma, Leonidas Rodríguez Figueroa, Alberto Ruiz Eldredge, Carlos Malpica, Héctor Cornejo Chávez y paro de contar. Puras estrellas.

La noche de mi recuerdo, los periodistas nos gastábamos bromas entre nosotros para no dormir de aburrimiento. Todo parecía calmo, hasta que advertimos que la galería del tercer nivel se despoblaba, seguida del segundo nivel. Éstas siempre permanecían abarrotadas de disciplinarios del Apra, partido que controlaba con su mayoría la Asamblea Constituyente. Era imposible que ingresara visitantes de otros grupos políticos, a menos que quien osara hacerlo tuviera vocación de mártir. Los periodistas salimos de nuestros cubículos que se hallaban detrás de los constituyentes, bordeando el hemiciclo, en el primer nivel. Y alcanzamos los exteriores del Congreso. La plaza Bolívar era un campo de batalla. Los disciplinarios del Apra, llamados también búfalos, corrían de un lado para otro, disparando al aire. Desde las esquinas respondían las fuerzas de choque del PPC a quienes llamaban Chitos, porque habían sido reclutados de los barracones del Callao, y las fuerzas comunistas a quienes se conocían como la guardia obrera, por provenir de las filas obreras de Construcción Civil. Todos contra todos.

Cuando aún no salía de mi asombro, vi pasar por mi lado al joven García gritando, carajeando, disparando al aire, alentando a sus compañeros. Se  notaba que daba órdenes. Mierda, saca las armas, rugió. El Mochero, quien era un diminuto búfalo, pero entrenado para defender con su vida al líder del Apra, don Víctor Raúl Haya de la Torre, corrió hacia una camioneta estacionada frente al Congreso y abrió la maletera. Yo corrí junto a él y vi armas de todo tamaño y calibre que eran alcanzadas a disciplinarios ofuscados que corrían de aquí para allá y de allá para acá. La plaza era un pandemónium. Los policías no podían contener la violencia desatada. Minutos después salieron con rostro de asombro los líderes del Apra Luis Negreiros, Alfonso Ramos Alva, Carlos Roca, seguido por Federico Tovar y Xavier Barrón del PPC. Más allá, alcancé a ver a Jorge del Prado, Antonio Meza Cuadra, Javier Diez Canseco, dirigentes de izquierda, dirigirse raudos hacia la avenida Abancay. Huyeron, como siempre, comunistas cobardes, dijo Alan, a modo de informe a sus compañeros de bancada.

Treinta años después encontré a García diferente a cuando lo vi esa noche. Más cuajado, pero igual de vehemente. Los ademanes histriónicos eran los mismos: agitaba las manos al conversar, te señalaba con el índice de la mano izquierda, como lo hacía cuando hablaba a las multitudes apristas en sus concentraciones púbicas, para enfatizar sus expresiones. Su rostro se encendía con facilidad y podía pasar fácilmente de la risotada ruidosa al silencio puntual para detener su pensamiento. En esta oportunidad pactamos una entrevista periodística. Me citó a su casa para una entrevista de una hora exacta. Terminada ésta, a ratos agitada, me quedé, a su pedido, tres horas más. Fue una experiencia singular. Me permitió ver de cerca al líder de multitudes. Constaté que era apasionado y solemne al hablar. Te trataba de usted y parecía acartonado a ratos. Usted no me conoce, señor Sarmiento, me dijo. Es cierto, le respondí, pero lo conocí una noche de agosto, persiguiendo comunistas, pistola en mano. No se equivoque –me respondió-- no me juzgue con facilidad: lo que hice fue defender la democracia. El resto es anécdota. Tenía mucha agilidad para replicar Era pues un hombre culto. Había leído mucho, contra lo que pudieran decir sus detractores. Hablamos de literatura, de las ciencias sociales, de la realidad peruana y de la vida. También de música y vi cómo hablaba con verdadero fanatismo de la música criolla, que yo conocía muy poco. Me sorprendió al hablar de Picaflor de los Andes, de quien sí yo sabía mucho. Y de la Pastorita Huaracina, cuyo huayno “A los filos de un cuchillo”, tarareó.

Confieso que sentí mucho su muerte. Fue, para mí, un acto de valor. Como lo fue el de Arguedas, quien tampoco pudo soportar el acoso y a sus demonios internos que imagino no los dejaban vivir en paz, por las razones que fueren. No me toca juzgar. Sólo expreso, con transparencia, mi modo de pensar, de sentir y de ver la vida y a sus protagonistas. Ahora ya descansa en paz. Ojalá puedan hacer lo propio, sus detractores.

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