Una mañana, la doctora Martha Hildebrandt se apareció por su oficina, en el Congreso de la República, con unos cuadritos con marcos de madera finamente tallada y con vidrio blanco de cubierta. Dispuso que el conserje los ubique en lugares estratégicos: en la oficina del asesor principal, en el de su secretaria y el tercero, en la salita de recibo.
No quiero más errores, mierda. Todos ustedes son muy ligeros al hablar – vociferó.
No entendíamos nada. Que corrigiera a gritos, era normal. Lo de los cuadritos era novedad. Nos miramos todos y apenas sonreímos.
- A ver, usted, doctor – dijo señalando al asesor principal-- ¿Llevó ayer el documento al canciller?
- No pude, doctora -– tartamudeó el asesor
- ¿Por qué no lo hizo? – casi gritó la congresista
- Ya era tarde y pensé que el canciller no estaría en su oficina –respondió el asesor.
- Ah, usted pensó que era tarde y por eso no lo llevó. Oiga usted, el canciller me llamó por la noche y me dijo que estuvo esperando hasta muy tarde, mierda —rugió la doctora. Estaba furiosa.
Luego nos pidió que al ingresar a la oficina, primero leamos lo que decía el cuadrito. Y nos recordó que era obligatorio hacerlo. Y quedamos prohibidos de utilizar el vocablo “penseque”. “No los quiero escuchar. Ojalá cambien. Les irá bien en la vida”, rugió.
Tan pronto se fue, nos lanzamos a ver el cuadrito. Era una cita ampliada en tamaño del Diccionario de la Real Academia Española, DRAE. Decía:
Penseque
De la expr. pensé que.
- m. coloq. Error nacido de ligereza, descuido o falta de meditación.
(Cuánto le agradezco a la Dra. Hildebrandt. Me sirvió mucho en mi vida)