Edwin Sarmiento
Author: Edwin Sarmiento
Periodista y docente universitario

Edwin Sarmiento 11 de mayo

Hace pocos días, mi colegio cumplió 75 años. Y yo atrapado en mi casa, por temor a un virus. Y mis amigos, los pocos que quedamos de la promoción, atrapados en sus casas, por la misma razón. Nos preparábamos para tomar parte en el desfile por la Bodas de Diamante del colegio Manuel Prado en la ciudad de Puquio, generosa tierra que me acogió hasta el tercer año de secundaria. Después, me iría a Lima para terminar mis estudios en la GUE Ricardo Bentín, en el Rímac.

Eran los años que vestíamos uniforme color caqui, cristina con rombo y galoneras de color rojo para la secundaria y azul para la primaria. Y si los muchachos queríamos impresionar a doncellas fraganciosas, les aumentábamos, fácil, un galón, para exhibir nuestra vanidad. Por esos años aprendí en Puquio a cantar rancheras porque el único cine del señor Gabule sólo llevaba películas mejicanas. Teníamos un vasto repertorio: Pedro Infante, Miguel Aceves Mejía, Lola Beltrán, María Félix, Luis Aguilar. Y cuando las caravanas artísticas llegaban para la feria de mayo, además del circo, escuchábamos a artistas nacionales como Picaflor de los Andes, Jilguero del Huascarán, Pastorita Huaracina, Luis Abanto Morales, Lucho Barrios y su célebre “Marabú”, que me ayudó a conquistar a Bety, una tarde que nos escapamos hacia el río, en los extramuros de la ciudad.

Cuando ingresé al Manuel Prado, el colegio era todavía mixto. Hombres y mujeres compartíamos las mismas carpetas en las que nacían nuestros primeros arrumacos. La convivencia duró sólo seis meses. Para el segundo semestre, los muchachos nos trasladamos a un nuevo local, a un kilómetro del pueblo, en un lugar que se llamaba Matara. Y las mujeres se quedaron en el viejo local con balcones de madera color verde. A ellas sólo las veríamos por las noches, cuando les dábamos serenatas, o los fines de semana a la vera de un riachuelo donde se levantaban pequeñas cuevas formadas por piedras muy enormes que guardarían, con los años, los secretos más íntimos de los muchachos.

Y fue aquí que nos sucedió la historia que nunca habría de olvidar. Cursábamos el segundo año de secundaria. Un día, Andico nos trajo la noticia de que nuestro profesor de matemáticas solía dirigirse los domingos, por la tarde, hacia el río con la profesora de educación física del colegio de mujeres. Por diosito, que se van bien agarraditos y se pierden pasando Pichkachuri, nos contó. Los muchachos nos miramos, imaginamos las cosas que harían, hasta que Chingo, que era el mayor, reaccionó: hay que seguirlos, ordenó. Y los seguimos.

Ese domingo nos reunimos en la plaza de armas. Andico se ofreció a pasarnos la voz en cuanto los viera. Matamos el tiempo, jugando trompo. La tarde parecía como todas las tardes de un domingo: silenciosa y ausente. La gente se recogía en sus casas y la ciudad parecía congelada en el tiempo. Cuando el cura Bolo se aprestaba a lanzar su trompo arequipeño, llegó Andico agitado y sudoroso: yastá, se están yendo para el río, señaló con el dedo. Partimos a la carrera. ¿Y si el profesor se da cuenta?, preguntó Antuco, el más palomilla del grupo. Anda, cojudo, como si nos vaya a ver, respondió el cura Bolo. Les dimos el alcance a la salida del pueblo. Iban cogidos de la mano.

De cuando en cuando se detenían y nosotros nos escondíamos de cuando en cuando. Los seguimos con prudencia. Teníamos la respiración agitada. Hasta que llegamos a la quebrada, en el barrio de Pickachuri. Ellos se perdieron entre las rocas y nosotros nos fuimos acercando con pisadas de gato, en silencio. Ya cerca, vimos que habían entrado a una cueva, imposible de ver, salvo que llegáramos hasta la entrada. Nos miramos. ¿Y ahora? El susto y la curiosidad se disputaban en nosotros. Dimos la vuelta por la roca para ver si del frente se vería mejor. Imposible. Había que acercarse a la entrada. ¿Quién se anima?, preguntó Chingo. Sólo hubo silencio. Hasta escuchamos que el viento silbaba.

Ya sé, dije, bajito. Subimos y me bajan despacito, argumenté. Y trepamos sobre la enorme piedra. El Chingo me tomó de una pierna y el cura Bolo de la otra. Me fueron bajando, lentamente. Mis ojos ya podían ver un par de zapatos que se enterraban en la arenilla y otros dos que apunaban al cielo. Ahí estaban. Recuerdo que hice un ademán con la mano para que me bajaran un poco más. El Chingo trató, entonces, de buscar una mejor posición para sostenerse.

Al hacerlo, dejó caer unas piedras que asustaron a los muchachos. El Chingo y el cura Bolo me soltaron. Yo caí de cabeza, junto con las piedras, en la entrada de la cueva. Mientras ellos partían la carrera hacia la ciudad, yo me levantaba aturdido. Vi que mi profesor se subió el pantalón y me puso su cara como tapando la boca del túnel. Ya no recuerdo más. Partí la carrera y no paré hasta llegar a la plaza de armas. Allí estaban los muchachos. ¿Qué viste?, escuché un coro. Yo me veía expulsado del colegio. Llegó el lunes.

El profesor ingresó y un silencio sepulcral se apoderó del salón. Se acercó, lentamente, hasta mi carpeta. Otra vez vi esa cara que tapó la boca del túnel. Llevaba ambas manos detrás de la cintura. Se detuvo frente a mí, me miró fijamente y ensayó la mejor de sus sonrisas. Buenos días, alumno, dijo. ¿Te expulsarán? ¿Ya no?, Entonces, te jalará en su curso. Así llegamos al examen. Las matemáticas nunca fueron mi fuerte. Yo pasaba, el curso, raspando. Mi nota favorita era 11. Una semana después nos entregaron las libretas. Los muchachos me rodearon y juntos abrimos la mía. No lo podíamos creer. Un enorme 18 se lucía en mi libreta. ¡Pucha!, se sorprendieron los muchachos. Anda, di, qué le viste al profesor, insistieron.

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