Existen dos principios esenciales que marcan la ruta del debido proceso por un cauce de imparcialidad: la autonomía institucional y la independencia funcional de cada operador de justicia (jueces y fiscales), pero sometidos ambos al principio de legalidad y garantismo constitucional.
Siempre hemos sostenido que la independencia funcional termina siendo fácilmente despedazada cuando la institución pierde su autonomía como entidad, porque el individuo ya no tiene la protección que su sistema le debe brindar quedando de ese modo a merced de los poderes fácticos que todos conocemos.
Con base en nuestra experiencia personal también vinimos formulando la tesis personal de que ni la autonomía institucional ni la independencia judicial se quiebran por factores externos sino por la eterna y soterrada pugna interna que por el control del poder institucional se desata entre grupos de operadores de justicia en la cúpula del sistema, es decir, en el vértice de la pirámide desde donde cada quien busca aliados hacia la base de la pirámide fomentando la división y desconfianza entre los elementos de inferior jerarquía funcional, pero, no siendo suficiente este apoyo, la búsqueda se dirige hacia los poderes externos fomentándose alianzas o con políticos con poder vigente o sectores empresariales y sociales altamente influyentes.
Es más que evidente que cualquier confrontación entre los que integran los más altos órganos de gobierno y administración en las instituciones que conforman el sistema de justicia definirá al vencedor no por sus méritos sino por las alianzas que traen el apoyo de los poderes fácticos que imponen o a los unos o a los otros en la cima de poder institucional a cambio de un vergonzoso doy para que hagas y hago para que des.
La vocación de entrega o subordinación al interior de cada entidad de justicia tanto para llegar a tener el control institucional como para mantener esa hegemonía interna, no mide las consecuencias de una fáctica cesión de poder, porque ya la historia se ha repetido muchas veces mostrándonos la forma en que los operadores internos solo mantienen un poder delegado por los poderes fácticos externos, los cuales terminan pervirtiendo el sistema al instrumentalizarlo para satisfacer sus intereses personales o para perseguir a sus enemigos, es decir, instrumentalizando la institucionalidad a su favor manejando a las marionetas sumisas que ejercen al interior de las entidades un poder ficticio.
Lo que está ocurriendo en el presente respecto del Ministerio Público, el Poder Judicial, la Junta Nacional de Justicia y hasta el Jurado Nacional de Elecciones, nos lleva a preguntarnos si esas instituciones podrán recobrar una imagen de respeto y confianza con los mismos sujetos sobre los cuales se ha derramado el fango delatorio.
Es menester ir pensando en soluciones de emergencia. Recordemos al Jurado de Honor de la Magistratura de los noventa. Si el desprestigio continúa en caída libre, el peligro de un estallido institucional es más que probable.