Edwin Sarmiento
Author: Edwin Sarmiento
Periodista y docente universitario

423862949_902477948544132_2410314172057014581_n.jpgCongresistas, los de mis tiempos. A los años, los recuerdo más. A todos por igual. Grandes políticos. Hombres y mujeres honestos. Otro lote. He pasado por la Plaza 2 de Mayo y recordé a uno de ellos. Don Jorge del Prado, entonces, senador de la Republica, con una bomba lacrimógena lanzada contra su pecho por la guardia de asalto.
Y él, sin miedo, resistiendo a pie firme, con sus pasos ya cansinos, la arremetida feroz contra los trabajadores de la CGTP. Lo vi, nadie me lo contó. Cubrí la noticia ese medio día. Él había soñado, desde chiquito, ser militar y llegar a general del ejército. Su destino era otro. Terminó de presidente del Partido Comunista Peruano, inamovible hasta su muerte. Luchador incansable por los derechos de los más pobres del país.
Sufrió cárcel, destierro y arrestos cuando menos lo pensaba. Eso decía de él que era un hombre digno. Sus camaradas lo querían hasta el delirio; los ricos del país, no. Fruncían el ceño cada vez que de él se hablaba. Y llegó a Senador de la República. Allí no hablaba mucho. No era, en realidad, un orador parlamentario. Más bien se le veía cadencioso, observador agudo, organizador ducho. Eran épocas en las que existían dos cámaras en el Congreso de la República. Gobernaba el Perú el arquitecto Fernando Belaúnde Terry y el terrorismo de SL empezaba a hacer de las suyas en las comunidades de Ayacucho.
En el Senado de la República convivían, con respeto, ilustres personajes de la derecha como Mario Polar, Ernesto Alayza Grundy, Felipe Osterling, Andrés Townsend, Armando Villanueva del Campo, Sandro Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Carlos Enrique Melgar con curtidos luchadores de izquierda como Carlos Malpica, Javier Diez Canseco, Genaro Ledesma, Gustavo Mohme, Leonidas Rodríguez Figueroa, Rolando Breña Pantoja.
Y, por supuesto, don Jorge del Prado, quien hablaba bajito y tenía los ojos grandes y la calvicie pronunciada, que me hacía recordar a Lenin, su mentor ideológico. No lo recuerdo haciendo vida social en los corrillos del Parlamento. Ligeramente encorvado solía escuchar a los dirigentes sindicales que lo visitaban.
Llevaba su cartapacio marrón, cuyo cierre abría de cuando en cuando para buscar el dato que requería. No eran tiempos de computadoras ni de laptops. Era tímido, en el fondo, tanto que a los 12 años besó en su querida Arequipa, a una niña de su edad, tembloroso y rojo de pura vergüenza, como me lo contó. Lo recuerdo bien, ahora que transito por la Plaza 2 de Mayo. Y me llegan las nuevas voces del Congreso de la República, tan vapuleado por tirios y troyanos.

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