La OEA y el Wall Street Journal hablan de los sucesos del lunes 30 de setiembre en Perú como un caso que debe resolver el Tribunal Constitucional (TC). La OEA se llama a alarma por la quiebra del orden, pero aplaude la convocatoria inmediata a elecciones congresales, mientras que el diario norteamericano lamenta la ruptura del fundamento de la democracia, cual es el contrapeso de poderes. Eso sí, ambos coinciden en que el Jefe de Estado no es quien interpreta la constitución (“denegación fáctica”) por mas jefe que sea, sino el TC. Esas son verdades del tamaño de una catedral y la ventana por donde está entrando algo de aire fresco en el atosigante ambiente local. Pasemos por ella.
Martín Vizcarra pudo y debió hace meses consultar al TC sobre los vacíos y detalles de la institución de la denegatoria de confianza (si puede ser tácita o necesariamente explícita y demás detalles). No lo hizo y aquí estamos. Se contentó con vender la idea de que todos los problemas del Perú se concentraban en el Congreso. La baja calidad de la educación, la inseguridad, el desempleo, la informalidad, la reconstrucción fallida, el narcotráfico, la paralización de inversiones, la invasión venezolana y el cierre temporal de proyectos mineros. Todo era culpa de los sinvergüenzas del Congreso. Hay que cerrarlo y echar a esos vagos a la calle que todo se resolverá, van a ver. Bueno, eso, vamos a ver.
Mario Vargas Llosa, garante de Toledo y Humala, y elector de García, terció en el sentido contrario. Preso de viejos fantasmas, hizo una interpretación extensiva y muy peligrosa del concepto de democracia: si el Congreso alberga semi analfabetos y pillos, entonces merece el cierre. Viva la democracia plebiscitaria y los decretos de urgencia. Los pillos y semianalfabetos, aunque elegidos limpiamente, deben ser expulsados.
El 80% que hoy aplaude el gesto “valiente” no puede vivir en modo fervor mucho tiempo más. Los problemas reales saldrán a la superficie y con ellos el reclamo. La gente de Palacio lo sabe, y tan lo sabe que ya estableció comunicación con la OEA para dar forma “elegante” a la aparición del TC en escena. Además, debe tenerse en cuenta la demanda competencial contra el Presidente Vizcarra presentada por Pedro Olaechea, como “presidente del Congreso”.
Desde el estallido del lavajato toda la clase política peruana se encuentra erizada, y con razón. Los fiscales han bautizado a los partidos como organizaciones criminales. El desfile de codinomes y la prisión y suicidio de los principales capitostes, se acelera. Nadie quiere pasar el resto de sus días tras las rejas. Todo vale para evitarlo. Por ejemplo, tener a raya a Jorge Barata o, más propiamente, pactar con él para manejar los tiempos, al precio que sea. Es curioso que el Perú sea el único país donde Odebrecht continúa en el manejo de varios proyectos.
En el Brasil, Odebrecht no dicta las pautas. El propio Marcelo ha reconocido que él no trató coimas con Lula. Dijo que manejaba una cuenta conjunta con el ministro de Lula para beneficiar al PT, pero que nunca hizo pagos al PT ni a Lula. Que “de eso se encargaba mi padre, don Emilio”. El padre lo negó varias veces. El hijo levantó los hombros. “Repito”, “yo no hablé nunca con Lula ni le pagué nada”.
Salvo el juez Sergio Moro (merece un artículo aparte), los magistrados en Brasil no son como César San Martín para inventarse pruebas fictas o culpas presuntas. Si ha habido coima, pues, es necesario probarla. Testigos, confesiones sinceras, delaciones premiadas, algo concreto. En Brasil, los fiscales se llevan pésimo con los jueces. Por eso el ping pon entre el fiscal Deltan Dallagnol y el juez Moro llamó a escándalo. Los magistrados del Supremo Tribunal Federal (Corte Suprema y a la vez Tribunal Constitucional), y en general muchos jueces de todos los niveles, no pierden la perspectiva de quien viste la toga de juez: el pronunciamiento del derecho, la búsqueda de la justicia jurídica, la presunción de inocencia, el debido proceso, la valoración de pruebas, la imparcialidad.
Hace poco Brasil asistió atónito a dos episodios inverosímiles (todo es posible en Brasil). La tragedia rondó cuando el 3 de octubre pasado, la Jueza federal Louise Filgueiras, en su mera oficina del Tribunal Regional Federal de São Paulo, fue apuñalada de forma cobarde y aleve en el cuello por un fiscal, el Procurador da Fazenda Nacional, Matheus Carneiro Assuncao (un fiscal de temas tributarios), sin una razón específica. El ataque se produjo por la espalda, y tras los gritos de socorro de la jueza, los guardias de la Corte contuvieron al fiscal asesino, totalmente enajenado, quien confirmó directamente su odio genérico a toda la clase judicial. Imaginen a un desequilibrado José Domingo Pérez apuñalando a Concepción Carhuancho. Imposible, ¿no? En Brasil ocurrió. Jueces y fiscales se odian. En el Perú son íntimos amigos.
El otro episodio es más alucinante aún. En un libro autobiográfico recientemente publicado y en una entrevista a la revista Veja de setiembre pasado, el ex Fiscal de la Nación (se llama Procurador general del Estado) Rodrigo Janiot, en ese momento en plenas funciones como Fiscal de la Nación, cuenta cómo intentó disparar a matar al Juez supremo Gilmar Mendes. Esto ocurrió en mayo del 2017 en la misma sala de trabajo de los jueces supremos en Brasilia. “Vine a darle un tiro en la cara pero la mano se me trabó”, explicó el atacante, indicando que su plan era liquidar al juez supremo Mendes y después suicidarse. En el libro cuenta que el móvil fue su odio profundo a un personaje judicial que le había hecho la vida imposible como fiscal; y que la gota que colmó el vaso fue enterarse que el juez quería involucrar a la hija del fiscal por trabajar en una empresa sospechosa de corrupción. ¿Se imaginan al fiscal Rafael Vela queriendo asesinar al magistrado constitucional Ernesto Blume si el TC declara que el 30 de setiembre hubo golpe?
En el Perú los fiscales y jueces del lavajato no se apuñalarán ni balearán nunca. Todo lo contrario, les une una estrecha amistad y mutua admiración. Con la clase política erizada y arrinconada, a ver si el TC pone las cosas en orden