Vargas SifuentesCuando en mayo de 1536 Manco Inca –que irónicamente fuera nombrado por los españoles como sucesor de Atahualpa– inició la sublevación de los quechuas para recuperar el dominio de su resquebrajado imperio, lo primero que hizo fue cercar la ciudad del Cusco, capital del Tahuantinsuyo y segundo centro administrativo del régimen español, después de Lima.

El cerco se prolongaría por ocho meses (aunque algunos cronistas señalan hasta el doble), mientras que su capitán Quisu Yupanqui, que tenía su centro de operaciones en la sierra central, se encargaba de eliminar a todas las misiones enviadas desde Lima para auxiliar a los españoles cercados en la capital imperial.

El fiel capitán recibió la orden de Manco Inca de ocupar Lima, y partió desde el valle de Jauja con un ejército de 20,000 hombres, con el fin de destruir la fuerza española.

Informado de la situación, Francisco Pizarro solicitó auxilio a Guatemala; a la Nueva España (México y Centroamérica) y a la Audiencia de Santo Domingo, pero los enviados desde esos lugares llegarían tarde.

Según la versión más común, el cerco de Lima se inició el 5 de septiembre de 1536 y duró seis meses. Los indios hicieron esfuerzos por penetrar en la ciudad, pero sus intentos resultaron vanos.

El asalto a Lima se efectuó por diversos puntos, pero Pizarro dividió a su gente de tal forma que pudo hacer frente a sus enemigos. Los indios descendieron por las quebradas del Rímac y de Canta. Según Porras Barrenechea, la vaguedad e imprecisión de las crónicas de la época impide conocer detalles de la forma como se combatió, precisar dónde se apostaron los guerreros indígenas ni reconstruir el movimiento de las tropas.

En su ‘Relación’ de 1539 el soldado Anónimo refiere que los indios peleaban por escuadrones, de los cuales, retirado el uno entraba el otro a pelear, lo que constituía una buena táctica.

Pese a la defensa y el apoyo de indios adversos al Inca, los españoles pasaron momentos de angustia. Algunos, temiendo por su vida y la de sus familiares, aprovecharon la salida de algunos barcos del Callao para retirarse del Perú.

En esos mismos barcos salieron varios capitanes españoles con orden de traer armas y caballos de Panamá, Nicaragua o Guatemala.

Al sexto mes de asedio, Quisu Yupanqui reunió a sus capitanes, los arengó a acabar con los españoles, e inició el asalto de la ciudad al grito de: “¡A la mar, barbudos!”

Muchísimos indios emprendieron el asedio a órdenes de un hermano de Inés Huaylas – concubina de Pizarro–, llamado Huallpa Roca Yupanqui.

Quisu Yupanqui, que iba adelante, cargado en andas junto a sus capitanes, cruzó el Rímac, pero cuando comenzaba a entrar a la ciudad por el barrio de Santa Ana fue emboscado por la caballería española. Según fuentes españolas, Quisu recibió un lanzazo que le quitó la vida. La autoría de esa hazaña se le atribuye a Pedro Martín de Sicilia, alcalde de Lima y conocido por su crueldad. Los demás jefes incas sufrieron la misma suerte.

Ante esa situación, los huancas, que habían sido obligados a participar en el asedio, se dieron vuelta, cambiaron de bando y se sumaron al sector indígena que apoyaba a los españoles. De no haber sido por esa traición en el momento crucial del asalto a la capital, otra habría sido la historia y probablemente el Imperio Incaico se habría restaurado nuevamente.

Pese a ello, la lucha continuó, aunque con resultados desfavorables a los incas, pues no solo se enfrentaban a la caballería y armas españolas sino también a miles de aliados indios, entre estos los seguidores de Gonzalo Taulichusco, hijo del cacique Taulichusco ‘El Viejo’, que desde un inicio se encargaron de romper el cerco para proveer a los españoles de víveres, leña y yerba para la caballería, como lo relata María Rostworowski.

Los españoles recibieron, además, el refuerzo de miles de huaylas llamados por Inés Huaylas, que seguía siendo una poderosa coya.

Concluido el asedio la ciudad volvió a la normalidad y, según historiadores españoles y Garcilaso, durante el asedio al Cusco y Lima se apareció la imagen de San Cristóbal Mártir sobre una blanca cabalgadura, como si el santo patrono de España hubiera recibido la orden divina de velar por ellos, versión providencialista carente de pruebas y difícil de creer.

La cosa es que los españoles dieron el nombre, o lo ratificaron, de este santo al cerro que domina Lima y en donde los indios habían fijado su cuartel general.

Así nació la devoción popular y se construyó una ermita al pie del cerro, para su devoción. Hasta hoy.

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