MI RECUERDO DEL GOLPE DEL 3 DE OCTUBRE DE 1968
El año 1966 ingresé al Colegio Alejandro O. Deústua, que regentaba la aprista Federación de Empleados Bancarios, a cursar el tercer año de secundaria. Aunque mi padre era aprista, y cotizaba considerablemente en el Partido, no me matriculó allí sino porque fue el único colegio de categoría B que consiguió.
Hasta un año antes yo no sentía simpatía alguna por el partido de Haya de la Torre. Pero el 65 mi padre que, prestó un camión para el “Día de la Fraternidad” me invitó a acompañar a un primo mío que iba a conducirlo. Mis ideas políticas de los quince años eran vagamente de izquierda por influencia de un abuelo antiaprista y un tío materno comunista.
Recuerdo que en el recorrido que hizo el pesado vehículo , que llevaba en la plataforma una torre de cartón alusiva a los yacimientos de la Brea y Pariñas, pasó por la avenida La Colmena, en dirección al tradicional local central del PAP, en la avenida Alfonso Ugarte. Una media cuadra antes de llegar al hotel Crillón, se encontraba el local del partido de Gobierno, Acción Popular.
Fue inevitable un conato de choque entre bases partidarias apristas y acciopopulistas. Desde las ventanas del edificio que albergaba el local del partido gobernante se gritaba “búfalos” y desde la calle, “coyotes”. Lo primero aludía, no solo al legendario héroe aprista “Búfalo” Barreto, sino a la conducta supuesta o realmente matonesca, arrasadora, irracional de los “defensistas” del APRA; lo segundo al carácter de llorón, gritón, o lastimero del “coyote”, un animal -por lo demás sin ningún prestigio en la fauna- con el que los seguidores de Víctor Raúl Haya de la Torre identificaban a los de Fernando Belaúnde.
De estos insultos se pasó a algunos pugilatos callejeros y al apedreamiento del camión en el que me encontraba. Es así que de pronto me vi en un bando y reaccioné gritando contra los “coyotes” y sintiendo que otros, compañeros apristas, gritaban conmigo. Al llegar a Alfonso Ugarte pasamos por la tribuna y allí en medio del estrado la mítica figura del Jefe y el sordo, multitudinario griterío de la masa fanática. Obviamente me contagié de aprismo, por lo demás la tradición aprista empezaba con mi abuelo, partícipe de la revuelta de Huaraz el 32 con Philips, episodio que fue secuela o réplica del alzamiento de Trujillo ese año. Más tarde la represión criminal de Sánchez Cerro obligó a mi abuelo y a mi padre, entonces de 11 años a esconderse por varios años en la selva del Monzón.
De modo que llegué medio apristón al Deústua, un colegio, como decía líneas arriba, administrado por un gremio dominado por el APRA. Terminó de volverme aprista el antagonismo personal que se produjo desde un primer momento con Mario Rodríguez, quien luego sería un connotado penalista, y cuyo padre, sino me equivoco era un magistrado huancaíno de filiación democristiana. Pero Mario ya había derivado, por lecturas y otras influencias, hacia la izquierda radical y era un ardiente defensor de la Revolución Cubana.
El alumnado “politizable” se dividió en simpatizantes del APRA y de Orellana y simpatizantes de la Izquierda y de Rodríguez. Como ambos éramos muchachos que leíamos, nuestras polémicas tenían cierto nivel. Me parece incluso que este afán de polemizar frecuentemente nos llevó a cada uno a leer más textos políticos. Pero había algo más que me distanciaba de Mario, a la par que me acercaba: la poesía.
Mientras yo a mis dieciséis años escribía versos a una musa que estudiaba en la sección femenina del Deústua, y leía a románticos como el peruano Salaverry o el mexicano Díaz Mirón; Rodríguez cantaba a la revolución y a los oprimidos y leía a poetas comunistas militantes. Finalmente, y a pesar de todo, yo me quedé con la poesía y mi antagonista con la política, que al final trocó por el Derecho.
Recuerdo nítidamente que cuando cursábamos el quinto año de media, el 68, se produjo el golpe de Juan Velasco Alvarado. Fue una mañana que se inició temprano, cuando a las seis y media mi padre ingresó súbitamente a mi dormitorio y me dio la noticia: “Han derrocado a Belaunde”. Mi padre y yo éramos entonces intensos animales políticos. En el desayuno, almuerzo y comida hablábamos de política. El aprismo de mi padre era conservador, el mío, revolucionario. Mis padres, los dos, se opusieron a que vaya al colegio, pero no pudieron detenerme.
La ciudad de Lima, como el resto del país, estaba perturbada y conmovida, remecida por un sismo político de gran intensidad. Escaseaban los “colectivos” o “colepatos” -como se llamaba aquellos días a los carros de servicio público-, líneas de ómnibus, casi ninguna. Muy pocos se atrevían a exponer su vehículo al destrozo de lunas o a una volcadura e incendio por parte de manifestantes enloquecidos. Pero algún transporte había y así llegué al colegio a eso de las nueve de la mañana.
A pesar de nuestro incipiente interés por la política y nuestra supuesta indignación por un golpe destinado a todas luces a impedir el triunfo aprista en 1969, lo que nos movía a quienes nos encontramos en el Deústua era básicamente la palomillada, esa actitud y conducta despreocupadas de los muchachos que convierte incluso lo más solemne y dramático en simple charada. Caminamos por Varela hasta Arica, cruzamos la Plaza Bolognesi, camino de la Plaza de Armas o Plaza Mayor, vía Carabaya. Entrar al llamado “Damero de Pizarro” suponía sortear los sucesivos piquetes de la policía de asalto. Pero los estudiantes secundarios, que pronto nos juntamos con los “compañeros” de la Villarreal que habían tomado “La Colmena” y la intersección entre este boulevard y Wilson, como entonces se llamaba la avenida Garcilaso de la Vega, nos dábamos maña para concentrarnos y apedrear vehículos y luego dispersarnos rápidamente.
Eran muy pocos los que caían en las garras de la “represión”. Con estas tácticas llegamos hasta la propia Plaza de Armas. Algunos estaban mojados por obra de los carros rompe manifestaciones, la mayoría con los ojos enrojecidos por los gases lacrimógenos. Recuerdo que en la intersección de Camaná y Huallaga un grupo compacto de estudiantes era frenado por un chofer que llevaba un Chevrolet Impala en medio de la pista. Era un “valiente” que no se dejaba intimidar por los que marchaban. Recuerdo que una estudiante de la Universidad Villareal y activista aprista, Janet Gamarra, que más tarde sería periodista de “Caretas” y luego “sub Directora de “La Crónica” en tiempos del primer gobierno de García, se puso delante del vehículo. El chofer la levantó en peso. La Gamarra casi cae, pero se incorporó con agilidad y luego se dirigió hacia una pared de adobe, en ruinas, de una antigua construcción cercana. Con inusitada fuerza despegó un inmenso adobe y sin más lo dejó caer desde cierta altura sobre el parabrisas del Impala. Al ver hacerse trizas la luna delantera, el chofer emprendió la fuga, seguido de una lluvia de piedras y mentadas de madre.
Este hecho hizo que el grupo engrosara, se volviera más vociferante y se convirtiera en destructiva turba al llegar a la intersección de Camaná y La Colmena. Me cupo “bautizar” las ventanas de una aerolínea que ya ha desaparecido; sentí con malsana emoción como se venían abajo éstas con estrépito. Una lujuria de violencia se apoderó de nosotros y el tráfico quedó interrumpido por varios minutos hasta que llegó de nuevo el famoso Rochabús, que como sabemos debía su nombre al apellido de un director de Gobierno del dictador Odría.
Había circulado, ahora me parece que con el exclusivo propósito de animar a la gente, la versión de que al mediodía se haría presente en la mismísima Plaza San Martín Armando Villanueva del Campo, para arengar a las masas y empezar a resistir el “golpe gorila”. Villanueva nunca llegó, obviamente, y luego de varias horas de ir por aquí y por allá, los estudiantes se dispersaron tristemente. El golpe se había consolidado por el rechazo de un importante sector de la ciudadanía a la corrupción y el desgobierno del régimen belaundista. La cúpula de Alfonso Ugarte se había propuesto, por otro lado, posiblemente, no resistir, suponiendo que el gobierno militar duraría lo que el anterior de Pérez Godoy y Nicolás Lindley: un año. Pero estos militares llegaron para quedarse doce años o más. Se quedaron solamente doce. Los militares tuvieron el tino de no perseguir al APRA, con lo cual la resistencia aprista quedó sin la fundamental motivación de otras épocas.
Dos meses antes del golpe yo me había matriculado en la academia de preparación universitaria “Sigma”, la más prestigiosa de entonces. Esta quedaba en “La Colmena”, casi al frente del local de Acción Popular. Por aquellos días se producía el abierto enfrentamiento entre las dos alas del partido gobernante, no solo por el asunto de la tristemente célebre “pagina 11” del contrato con la IPC, sino por supuestos acercamientos entre el sector moderado del belaundismo y el APRA. Los moderados, los llamados “carlistas” eran leales a Belaunde y Ulloa, y tenían el control del local partidario. Un buen día, y mientras escuchábamos clases en la “Sigma”, la calle se convirtió en un campo de batalla campal entre “carlistas” y “termocéfalos”, estos últimos seguidores del primer vicepresidente Edgardo Seoane, ya alejado completamente de Fernando Belaunde, pretendían tomar por asalto el local central de AP.
Resultaba un divertido espectáculo ver como las facciones belaundistas se apaleaban entre sí, acusándose mutuamente de traición. No pasaba por mi cabeza, por supuesto, que estos desordenes - un aspecto más del caos político que vivía el Perú en ese momento- irían a precipitar un desenlace como el de la madrugada del 3 de octubre de 1968.