Con mis polvos no te metas
Le pregunté a una amiga periodista, de muy buen nivel, cuál era, para su experimentado, avezado criterio el tema de esta semana. ¿El pedido de prisión preventiva de la expareja presidencial, la interpelación de la ministra de Educación, o los gritos de lagarto prehistórico de la congresista Tamar Arimborgo?
																
										

Fue casi el mediodía de ese 11 de noviembre del 2000 cuando estuve -casi una hora- frente a una de las luminarias más grandes de nuestra literatura: don Augusto Roa Bastos (Asunción 1917-2007). Había alargado sus horas de sueño porque hasta altas horas de esa madrugada había ido a saludar al arquero Chilavert en la concentración del seleccionado guaraní. Por eso cuando nos abrió la puerta en pijama y pantuflas y algo despeinado, de arranque nos recibió con un supremo humor: “Me disculparán que los reciba así pero déjenme ponerme un saco, peinarme de paso para salir bonito aunque mantendré mis pantuflas porque en las fotos casi nunca salen los pies”. 
No lo echaremos de menos en el Congreso, donde, en tres años, no produjo ninguna ley que valiera medianamente la pena. Tampoco lo echaremos de menos como figura castrense, porque perdió toda dignidad cuando firmó la nefasta acta de sujeción a Vladimiro Montesinos, hace ya más de dos décadas. No lo extrañaremos narrando, con ese su estilo compadrito y gritón, el próximo desfile de fiestas patrias. Ni siquiera se le echará en falta como personaje cómico, porque definitivamente la imitación que le hace Carlos Álvarez le gana en autenticidad y simpatía.
El clásico golpe militar ha sido reemplazado en América Latina por otro tipo de captura del poder que linda con lo ilegal y a veces con lo criminal, bajo disfraz democrático.
MAYO DE 1944 fue el mes más feliz en la vida de Isaac Rosemberg porque sus padres le anunciaron que la familia saldría de Berlín rumbo al Perú, un país muy bello.